Aunque la vida de Sylvia Likens nunca había sido fácil, ella siempre sonreía.
Sonreía después de cada mudanza, eternas mudanzas, eternas estancias temporales que le impedían establecer ninguna relación de amistad. Sonreía después de cada bronca de los padres, trabajadores circenses. Sonreía cuando la comida escaseaba porque a la madre le habían nacido dos pares de gemelos, ¡dos pares!, cuando una de las niñas se quedó coja por la maldita polio, sonreía, sonreía... Sonreía porque era una de esas personas que siempre sonríen, que siempre saben ver de la vida lo mejor. Aunque la vida, como digo, no les de nada. Aunque les haya traído al mundo para quitárselo todo.
Gertrude Baniszewski, por el contrario, era una de esas personas que nunca sonríen y que, de hecho, parecen ofenderse si están delante de alguien que lo haga. Tampoco había tenido una vida fácil: es de suponer que cada cual asume las desgracias como sabe hacerlo. Hay personas buenas. Hay personas malas. Y luego está esta historia, que supera cualquier concepto de bondad, maldad, humanidad o criminalidad que podamos imaginarnos.
Nos situamos en 1929. Fue el año en el que nació Gertrude van Fossan, la tercera de seis hijos que pronto se quedarían huérfanos de padre de repente, con toda la pobreza y miseria que eso conllevaba. Gertrude escapó de la miseria y de su madre, con la que no se llevaba bien, en cuanto cumplió dieciséis años y la ley le permitió casarse con John Baniszewski, que le hizo cuatro hijos y muchos moratones en los diez años que duró el matrimonio. Gertrude era una de esas mujeres que no saben permanecer solas, así que tardó poco en encontrar a otro hombre con el que llevarse mal y, cuando todo se rompió de nuevo, en reconciliarse con Baniszewski y dejarse hacer otro par de hijos más antes de que éste la abandonase definitivamente. Finalmente, en 1963, Gertrude se lió la manta a la cabeza con un muchacho diez años menor que ella, tuvo un hijo más y sufrió, de nuevo, el abandono masculino. No fueron años fáciles para aquella mujer escuchimizada y de mal temperamento. Ni tampoco para Paula, la hija mayor, a la sazón de la misma edad que Sylvia Lykens, bastantes más kilos en el cuerpo y que, como su madre, tampoco sonreía.
Cuando Paula trabó amistad con Sylvia y su hermana Jenny, las muchachas compartían miserias. La madre de Sylvia y Jenny acababa de ser encarcelada, acusada de robo, y Paula guardaba en sus entrañas un secreto que la avergonzaba: aunque apenas si tenía dieciséis años, estaba embarazada de un hombre casado que, ahora, la había abandonado. Estamos, ya, en el año 1965. El año en el que todo ocurrió. El padre de las jóvenes, siempre ausente, confió en Gertrude, experimentada madre sin lugar a dudas, para que cuidase, mientras durase la reclusión de su mujer, de ellas, previo pago semanal de 20 dólares.
La convivencia en la casa de los Baniszawski no iba a ser fácil. Gertrude era una mujer desquiciada que había aprendido a ser agresiva después de tantos años de ser, ella misma, víctima de la violencia. La primera vez que pegó a las hermanas Likens fue cuando el pago semanal que enviaba el padre se retrasó apenas si unas horas: entonces, de forma humillante para las muchachas, unas adolescentes coquetas, las castigó abofeteándoles en el trasero desnudo. A partir de entonces, la violencia verbal y física fue en aumento. Gertrude no soportaba a las jóvenes, en especial a Sylvia, a la que estaba recriminando todo el día ser una sucia y una promiscua, y permitía -e incitaba- a sus hijas y los amigos de éstas a agredir, junto a ella, a las muchachas. Sylvia se convirtió pronto en el monigote que nunca se quejaba ni se revelaba, en el saco de boxeo donde las Baniszawski descargaban su tensión. Llegó un momento en el que ni siquiera la presencia de otras personas las detenía. Delante de los Vermillion, por ejemplo, que habían acudido a su casa con la intención de contratarla como
babysitter, Gertrude admitió, ni corta ni perezosa, que el ojo negro que Sylvia lucía con vergüenza se lo había hecho ella, y le tiró un vaso lleno de agua hirviendo encima, como castigo por vaya Dios a saber el qué.
Poco después, delante de unos chiquillos amigos del instituto de las chicas, Gertrude quiso humillar a Sylvia (y , sin duda, lo consiguió) haciéndola desvertirse y meterse una botella de Coca-Cola por la vagina. Sylvia callaba las humillaciones, las palizas y las torturas, totalmente aterrorizada, por miedo a que su hermana Jenny -coja de una pierna por haber contraído la polio de pequeña- comenzara a ser acosada como ella.
Probablemente nunca se conozcan todas las torturas a las que Sylvia fue sometida durante los meses que duró su estancia en la casa de los Baniszawski. Cuentan que llegaron a prohibir a la muchacha utilizar el baño para que se orinara encima, que solían rociar con sal las heridas que le causaban, que le obligaron a beber de sus orines y a comer de sus excrementos. De todas las torturas fueron testigos vecinos, compañeros y amigos de las muchachas que jamás dijeron nada, quién sabe por qué.
El día 21 de octubre de 1965, la locura de Gertrude llegó a sus límites. Enfadada porque aquella noche Sylvia había mojado la cama, y sólo después de volver a introducirle una botella de cristal por la vagina (una técnica que se había hecho ya frecuente para con la muchacha), decidió tatuarla de por vida con lo que ella creía firmemente que era Sylvia: una prostituta. Ató a la chica a la cama y, ayudada por un hierro ardiendo, comenzó a quemarle el estómago con la frase
I am a prostitute and I am proud of it, que obligó a acabar a Ricky Hobbs, un compañero del instituto que estaba en la casa en aquel momento.
¿Qué harás ahora, Sylvia?, musito Gertrude con la mirada fría.
¿Qué harás? Ahora ya no podrás mostrarte desnuda ante ningún hombre sin que te vea la marca. Ahora ya nunca podrás casarte. ¿Qué vas a hacer? El mayor castigo para aquella mujer, más allá de las torturas, de las palizas, de las humillaciones, parecía ser el no permitir a la muchacha que se casase, el dejar que viviera sola -como ella- para siempre. Pero, con la escasa reacción de Sylvia ante esta amenaza, parece que Gertrude comenzó a tramar, entonces, el deshacerse de ella: la obligó, aquella misma tarde, a escribir una carta en la que decía a sus padres que se escapaba de casa. Que no la buscasen. Que no iba a volver jamás. Pero Gertrude cometió un grave error: quiso, incluso entonces, cubrirse las espaldas, y mandó a la pequeña escribir un texto absolutamente,
demasiado, exculpatorio:
Al señor y la señora Likens,
Anoche me fui con un grupo de chicos que me dijeron que me pagarían si les daba algo a cambio, así que me fui al coche con ellos y les dí lo que querían... y al final, me pegaron, me dejaron cicatrices por toda la cara y por todo el cuerpo.
Y también me grabaron en el estómago que era una prostituta y que estaba orgullosa de serlo.
Todo lo que he hecho lo hice para volver loca a Gertie y para tener más dinero que ella. Me dieron un nuevo colchon, y yo lo meé... también he hecho pagar a Gertie muchas facturas médicas que ella no puede pagar y le he causado a ella y a sus hijos muchas crisis nerviosas...
Tres días después, el 24 de octubre, Sylvia murió a causa de una de las múltiples palizas a las que fue sometida por parte de la familia Baniszewski. Tenía dieciséis años y, desde hacía algunos meses, ya había dejado de sonreir.
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Gertrude estuvo veinte años en la cárcel después de reconocer que ella era la responsable de las torturas, las humillaciones y el asesinato de Sylvia. Vivió, desde entonces, cinco años hasta que murió, víctima de un cáncer, en la cama. Con setenta y un años, en 1990. Libre.
La vida. Y la justicia.
Fuentes 1 2 3
Para ver An American Crime (2007)