30 abril, 2009

1 de mayo

Trabajadores: la guerra de clases ha comenzado. Ayer, frente a la fábrica McCormik, se fusiló a los obreros. ¡Su sangre pide venganza!

¿Quién podrá dudar ya que los chacales que nos gobiernan están ávidos de sangre trabajadora? Pero los trabajadores no son un rebaño de carneros. ¡Al terror blanco respondamos con el terror rojo! Es preferible la muerte que la miseria.

Si se fusila a los trabajadores, respondamos de tal manera que los amos lo recuerden por mucho tiempo.

Es la necesidad lo que nos hace gritar: ¡A las armas!.

Ayer, las mujeres y los hijos de los pobres lloraban a sus maridos y a sus padres fusilados, en tanto que en los palacios de los ricos se llenaban vasos de vino costosos y se bebía a la salud de los bandidos del orden...

¡Secad vuestras lágrimas, los que sufrís!

¡Tened coraje, esclavos! ¡LEVANTÁOS!

18 abril, 2009

La locura de los Panero

Felicidad Blanc y sus tres hijos, en 1956

Voy, me llevas, se torna crédula mi mirada,
me empujas levemente (ya casi siento el frío);
me invitas a la sombra que se hunde a mi pisada,
me arrastras de la mano... Y en tu ignorancia fío,
y a tu am
or me abandono sin que me queda nada,
terriblemente solo, no sé dónde, hijo mío.

Crítica, semanario gráfico, nº242, de 30 de junio de 1956. En la sección Cuando hablan las mujeres entrevistan a Felicidad Blanc, a la sazón esposa del poeta Leopoldo Panero, autor de los versos que preceden. Y dice así:
Doña Felicidad Blanc de Panero tiene serenidad en su rostro. Un clima de serenidad, influjo suyo sin duda, nos envuelve desde que entramos en la casa del poeta. Y en un grato rincón, sereno y apacible, iniciamos la charla.

- Como todos los hombres, es difícil. Quizá un poco más difícil para el ama de casa, porque sus horas no son muy normales. Cuando escribe, no nos atenemos a horario alguno. Pero, en general, procuramos ser lo menos poetas posibles.


Tienen tres hijos. Tres hijos de los que quieren hacer hombres muy normales.


- ¿Apunta el poeta en a
lguno de ellos?

- El del medio, que tiene ahora ocho años [Se refiere a Leopoldo María], parece que tiene atisbos. Pero nosotros procuramos por todos los medios que no se defina esa vocación. No nos gustaría que nos salieran poetas. Los queremos normales, muy normales, que es lo mejor que podemos apetecer.
Puede que Felicidad mintiera tanto como el periodista que agasajaba a la familia repitiendo tantas veces la palabra serenidad, o puede que realmente hiciera todo lo que estuviera en su mano por conseguir que ninguno de los tres hijos le saliera ni poeta, ni excéntrico, pero fracasase estrepitosamente. Quien conozca la historia de los Panero no puede por menos que sonreir al leer las inocentes declaraciones de la madre en esta revista de hace ya cuarenta y tres años.

Leopoldo Panero fue, sin duda, un genio. Un intelectual genial, aunque vendido al franquismo; que se desdijo de su republicanismo de juventud cuando descubrió, en los ojos de su hermano muerto, los horrores que la guerra reservaba a todo el mundo, incluso a él mismo. Un poeta ligeramente excéntrico pero centrado, que se casó con una hermosa chica bien, Felicidad Blanc, al acabar la contienda, y que, junto a ella, trajo al muno a tres niños hermosos, criados en una hermosa casa y con un hermoso futuro. Una historia que, como suele suceder, acabó mal.

Empezando porque todos les salieron poetas, o casi.

Cuando ya no te llegue el eco de mi voz
ni el resonar cordial de mis palabras,

entonces, te pido que recuerdes que una tarde,

unas horas, fuimos juntos felices y fue hermoso vivir.


El mayor, Juan Luis Panero (1942), se hizo poeta desde joven, además de desafiar a la autoridad paterna cruzando el océano para casarse con la mujer a la que él amaba, pero que la madre, Felicidad, rechazaba. Para ese entonces, el padre ya había muerto; Leopoldo Panero falleció aún joven, en 1962. Juan Luis, aunque rebelde, fue el hijo menos problemático, el más independiente; el poeta correcto y sensato. Un genio al que su propio hermano, Leopoldo María, calificaría como mala persona, un verdadero hijo de puta, pero está bien como poeta...



Bufón soy y mimo al hombre en esta escalera cerrada con peces muertos en sus peldaños y una sirena ahogada en mi mano que enseño mudo a los viandantes pidiendo como el poeta limosna...

Nada raro en Leopoldo María Panero (1948), que, ya mayor, tuvo insultos de sobra que repartir tanto para su padre -el cerdo-, su madre -la prostituta-, Juan Luis -un hijo de puta- y Michi -el que más me fastidia...-. Levantado contra el férreo derechismo familiar, Leopoldo María se convirtió, a finales de los 60, en un firme defensor de las políticas de izquierda radical, lo que le costó no sólo la cárcel, sino el descrédito para su propia madre, Felicidad, que a partir de entonces nunca aceptaría a su hijo mediano. Cuentan que, sumido ya Leopoldo María en el infierno de las drogas, intentó quitarse la vida con pastillas -ya lo había hecho otra vez, intentando ahogarse con el forro de una gabardina-. Cuando Felicidad se enteró, y mientras intentaba explicar por qué quería meter a su hijo en una institución mental, dijo, tal cual: lo peor no es que se haya intentado suicidar, sino que se droga... Empezaron así, también, las correrías de Leopoldo María por los psiquiátricos, y la obsesión de Felicidad por pensar que su hijo había sacado la locura de una de sus hermanas, a la que la familia Blanc siempre había ocultado de la opinión pública.

Poeta maldito, homosexual declaradamente reprimido por el padre, genio despreciado por la madre, Leopoldo María quizás sea, en el mundo de la poesía, el mejor de los Panero. Dicen que son los locos quienes siempre sobresalen en éste.

Sólo el último de los hermanos, José Moisés "Michi" Panero (1951-2004) no se dedicó a la poesía, como la Blanc hubiera querido para todos. En realidad, nunca tuvo una profesión conocida. Era el hermano pequeño, a la sombra de los dos mayores, y el que nunca se decidió por nada en concreto pues era uno de esos genios que le dan a todo. A escribir, a la vida, a la música, a la política, al cine. Él fue el instigador de El Desencanto, la película documental sobre los Panero, él fue el que más salió en las revistas del corazón y el que más anduvo las calles. También el que murió más joven, víctima de un cáncer que nunca le avergonzó, pero contra el que se negó a luchar, aceptándolo en silencio y calma. Falleció con poco más de 50 años, 14 después de la muerte de Felicidad Blanc.

No fueron, sin duda, una familia normal: mal para la capacidad adivinatoria de Felicidad Blanc. Pero sí una familia extraordinaria.

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11 abril, 2009

Elizabeth Prettejohn, la última de Hallsands


La de Hallsands, en Devon (Inglaterra), no fue una aldea que se muriera lentamente, como casi todas, tristemente, lo hacen. No. Hallsands tuvo un antes y un después. Enfermó mortalmente y se convirtió en una población fantasma en menos de medio siglo. Quizás fue, en parte, por esta razón por la que Elizabeth Ann Prettejohn, la última de sus habitantes, prefirió vivir en soledad antes de marcharse de un lugar que aún no le había dado tiempo a asumir que estaba muerto.


Tiempos felices para Hallsands: la playa de la aldea a finales del siglo XIX

Cuando Elizabeth nació, en 1884, hija de un ama de casa, Jessie Rebecca Prettejohn (de soltera Long) y un pescador, Phillip Prettejohn, Hallsands era una villa marinera próspera, en la que vivían unas 160 personas. Las operaciones de drenaje en la costa, que comenzaron en 1897, iban a cambiar totalmente esta situación. El terreno de las playas de Hallsands se hizo inestable, lo que hizo que tanto el viento como las mareas tuvieran un impacto cada vez mayor en las viviendas de la aldea. La naturaleza quería recuperar lo que era suyo.

La noche del 26 de enero de 1917 se produjo la tragedia. La tormenta azotó Hallsands, inundando las casas y haciendo que los habitantes tuvieran que refugiarse en lo alto de la colina. Al día siguiente, al remitir la tempestad, la población de Hallsands bajó al pueblo para descubrir que sus casas habían sido destrozadas, que el mar se había tragado todos sus objetos personales y, en definitiva, que la naturaleza les había echado de su lugar natal. Es el fin de nuestro pueblo, dijo un viejo pescador a un periodista local, ahora debemos de irnos...

Ruinas de Hallsands tras la tormenta, en 1917

Sólo los Prettejohn continuaron viviendo en la aldea. Su casa, cercana a la colina, fue la única que se salvó. Poco a poco, como siempre ocurre en todas las familias, sus componentes fueron muriendo. En 1954, cuando falleció el penúltimo de los cinco hermanos, Elizabeth Ann se quedó sola frente al mar que un día se había comido la vida de su aldea. Soltera, sin hijos y sin familiares cercanos, Elizabeth decidió morir en la aldea. Que el resto de su vida la pasaría entre los restos derruidos de las casas de quienes habían sido sus vecinos, sus abuelos, sus amigas, sus novios de juventud, y mirando orgullosa al mar.

Elizabeth Prettejohn frente a su casa en Hallsands, a finales de los años 50

Sólo unos cuantos visitantes al año, seducidos por el romanticismo de la dramática historia de Hallsands, se acercaban a visitarla. Elizabeth los recibía a todos, siempre dispuesta a guiarles por el pueblo y darles una taza de té caliente. Y luego, cuando los visitantes se marchaban, Elizabeth se quedaba mirando al mar, ahora tan apacible, con todos sus recuerdos agolpándose en su mente.

Sólo falló a sus turistas en 1964. En diciembre de aquel año, el grupo de curiosos que se acercó a Hallsands no encontró a Elizabeth, como siempre, sonriente por las desiertas calles de la aldea fantasma, ni sintió el olor del té recién hecho por su ventana. La última superviviente de la aldea yacía muerta en su cama. Con ella también se evaporaba el alma de Hallsands, y sus recuerdos, su pasado, sus ruidos en la calle, su vida...


Restos de la iglesia de Hallsands, en la actualidad

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