04 diciembre, 2008

El martirio de Bárbara


Cuentan que, hace muchos siglos, vivía en Nicomedia (una ciudad sita en la actual Turquía), una familia con problemas: el padre, Dióscoro, decidió encerrar a Bárbara, su única hija hembra, en una torre, aislada del mundo, para evitar que conociera varón alguno antes de casarla con cualquiera de los viejales que, a cambio de muchas monedas, la pretendían. Cansada de esperar y de soñar cada noche con la inocente libertad de pasear por las calles, Bárbara decidió enfrentarse a su padre de todas las maneras posibles, y una de ellas fue echándole atrás la religión pagana que él había intentado inculcarle. Bárbara sucumbió a la última religión de moda, el cristianismo, que predicaban melenudos vistos con suspicacia por las grandes élites, y Dióscoro decidió que la niña ya estaba tan perdida que lo único que se podía hacer con ella era asesinarla. Con diplomacia.

Bárbara intentó huir, pero, como habrán adivinado (porque si no no estaría contando esta historia), no lo consiguio. Un tribunal la condenó a morir decapitada, y después de ser torturada durante días, fue su propio padre quien le cortó el cuello con una espada de filo brillante y mortal. Pero también cuenta el narrador que Dióscoro recibió la venganza que merecía: mientras volvía a casa con las manos y las ropas manchadas con la sangre de su sangre, un rayo providencial le cayó encima, matándolo en el acto.

A aquella muchacha muerta en manos de su propio padre la proclamó, poco después, Santa la Iglesia oficial. Y su leyenda se expandió por toda Europa, siendo venerada por todas aquellas profesiones habituadas a tratar con explosiones como aquella que, de forma providencial, le quitó la vida al padre asesino.

En el caso de que la historia fuera cierta, ya habrían pasado más de 1500 años desde aquel vil asesinato en familia en la cumbre de un monte lejano. En sus manos está el creérselo o no, pero hoy, 4 de diciembre, muchos mineros recuerdan a Santa Bárbara aunque no truene: cuando el miedo aprieta, sólo convence la fé ciega. Como cuando Bárbara, ahogándola la soledad, decidió creer en algo que nunca le habían inculcado.

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