30 octubre, 2008

Las mujeres de Millán-Astray

Puede que su grito famoso, aquel que profirió contra don Miguel de Unamuno en octubre de 1936, ya lo demostrara de por sí, pero por si a alguien se le había pasado desapercibido, José Millán-Astray siempre había sido un desgraciado. Nacido en 1879, José había sido un niño flacucho, feo y fanfarrón que sólo halló salida en el campo militar, en el que -todo hay que decirlo- destacaba sobre todos los demás.

Pero había nacido con mala estrella, sí. En especial para con las mujeres, con las que siempre tuvo una relación extraña. Ellas lo reverenciaban y lo asqueaban a un tiempo, él las adoraba y respetaba... pero siempre con resultados estrafalarios. La primera, sin duda, fue Elvirita, su esposa ante Dios. Cuentan que Millán-Astray, en la noche del 2 de marzo de 1906, su noche de bodas, después de haberla esperado meses, se lanzó a Elvira -casta dama de la alta sociedad castrense- con el pasional deseo sexual que sólo puede tener un muchacho de 26 años. Ella le detuvo en seco.

- Para, José. Quiero ser decente.
- Y lo eres, estamos casados ante Dios.
- No lo entiendes. Yo... he jurado ser siempre casta.

Lo había jurado, sí. Y lo mantendría, aún a pesar de haberlo mantenido en secreto incluso cuando José la había pedido en matrimonio. Las crónicas no recogen, claro, como se tomó en un primer momento el despechado novio la negativa de su (nunca mejor dicho) blanca y radiante compañera de lecho, pero el caso es que siguieron casados. Elvira a sus cosas, a sus rezos y obligaciones maritales (todas menos una), y Millán a su oficio de militar y a sus mujeres. Elvira lo sabía y lo entendía, resignada. Quizás a ella le hubiera gustado que su marido fuera, como ella, puro hasta el sepulcro, pero él jamás podría serlo. En su innata fanfarronería, Millán-Astray se las daba de Don Juan, y, sobre todo cuando adquirió cierto poder, lo fue.


Ocurrió, claro, después de la Guerra Civil. Millán-Astray había fundado, años atrás, la Legión Española, a cuyos soldados supo convertir en perfectos calcos suyos. José Millán-Astray era primario y práctico. A Unamuno, aquel 12 de octubre de 1936, le gritó que muriera la inteligencia. Se lo puso en bandeja : la elocuencia del intelectual superó su soflama con creces. Venceréis, -replicó- porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no convenceréis. Para convencer hay que persuadir, y para persuadir necesitaréis algo que os falta: razón y derecho en la lucha. Me parece inútil el pediros que penséis en España. El viejo Unamuno tenía razón. Vencieron. Y también venció Millán, que heredó de la guerra un jugoso ministerio en el nuevo régimen impuesto en el país.

Millán-Astray, ya se ha dicho, no era lo que se dice un dechado de virtudes. Y menos en el físico. Como Unamuno le recordó aquel día, Millán era un mutilado de guerra que llevaba en su cuerpo las marcas más desagradables de su oficio. De un fusil que disparó contra su mejilla conservó el recuerdo en la mandíbula, deformada para siempre, y en el ojo derecho, que le desapareció. De un tiro en el codo izquierdo perdió el brazo correspondiente. Sobrevivió, incluso, aunque con cicatrices, a un tiro al corazón. Aún así, el éxito con las mujeres, en especial a partir de la victoria de los suyos en la Guerra Civil, fue arrollador. A Millán-Astray, que sentía una obsesión realmente extraordinaria con el género femenino, se le daba bien. Excesivamente bien como para la casta moral que se imponía, por parte precisamente de los suyos, en la época. Cuentan que, en las reuniones sociales, el legionario conminaba a todas las parejas (heterosexuales, ¡por supuesto!) a besarse en público ante él, mientras que, en el resto de España, un simple beso entre un par de adolescentes podía llevarles a una noche de calabozo y bofetón del policía de turno.

El romance más sonado de Millán-Astray fue, sin lugar a dudas, una muy casquivana Celia Gámez (en la foto), picante musa del franquismo que conservó siempre amistad con el militar, llegando a invitarle como padrino a su boda. Allí, y no en otro sitio, fue donde Millán, siempre locuaz, acuñó la expresión ¡A mí la legión!, que profirió cuando unos muchachos tiraron, al paso de los novios, un par de cuernos. Hacían referencia, los diablillos, al muy afamado libertinaje sexual de la Gámez, que aún sabiendo que lo suyo habia sido vox populi se casaba de blanco inmaculado. Siempre caballeroso, Millán llamó entonces a sus legionarios, que acudieron raudos y veloces a defender el honor de la cupletista. Franco, claro, y la iglesia se echaban las manos a la cabeza. Y Millán respondía que él era así, sencillamente. Porque él era así.

El canto del cisne vino, para alivio (relativo) del dictador y los curas, con la última de las correrías de Millán-Astray en España. Ocurrió en 1942, cuando el legionario ya pasaba de los 60 años y se enamoró perdidamente de una muchacha de 35, que podía haber sido, por tanto, perfectamente la hija de aquel matrimonio que jamás se llegó a consumar y que, aún a pesar de ello y de la apabullante vida sexual extracasera de Millán, se mantenía. La joven era Rita Gasset, y Millán, que ya era viejo, se enchochó hasta el punto de que le pidió a Franco que le diera permiso para anular el matrimonio con Elvirita. El dictador puso los ojos en blanco. No me vayas a dar ese disgusto, hombre... no, hombre, por favor... Millán-Astray tuvo que irse, el rabo entre las piernas y su gachí bajo el brazo, exiliado a Francia. Allí nació su única hija, Peregrina, y allí moriría años después. Elvirita, desde su piso en Madrid, escribía mensualmente a la pequeña Peregrina, de la que la buena mujer aseguraba, ante las burlas de toda España, ser su tía.

Nadie lo puede negar : si algo tuvo Millán-Astray es que siempre fue un personaje...

29 octubre, 2008

Otoño.

Llueve en la calle y el frío corta las gargantas. Definitivamente, a pesar de lo que nos creíamos por culpa de lo loca que anda la climatología últimamente, ya no estamos en verano. Hace frío incluso aquí dentro, en la autoescuela. Una mujer haciendo tests como una loca. Se presenta, como yo, este viernes. Es de mediana edad y, cuando tiene la oportunidad de hablar, suele sacar siempre a relucir lo muy independiente que es como mujer. Por eso, dice, se saca el carnet de conducir: porque ella no necesita a nadie, ni maridos ni taxistas, que la lleven de un lado a otro.

Al otro lado de la cristalera una mujer mayor, con cara de frío, da unos golpes breves. Lleva de la mano a una niña con uniforme escolar de aplicado colegio de monjitas, que no pasará de los siete años. La mujer aparta la vista del test y resopla con fastidio antes de salir, coger a la niña con desgana y meterla dentro de la autoescuela, tras despedirse de la anciana.

La nena no dice ni mú.
Está adiestrada. Se sienta en el sofá de cuero y mira al vacío mientras su madre sigue enfrascada en los tests. La cosa se alarga, y a pesar de los esfuerzos de las empleadas de la autoescuela por hacerla sonreir cuando tienen tiempo, la niña mastica un caramelo con aburrimiento. Mira al techo, mira a la pared, mira al suelo. La madre ni se da cuenta. En un momento determinado, la niña se acerca al test y le susurra a la madre : creo que la respuesta es la C. Recibe, claro, un bufido por parte de la señora, y vuelve a su asiento. Curiosamente, la señora marca la opción B, y el programa le informa, cumplidor, que la respuesta correcta es, precisamente, la C. Pero ella no dice nada.

Pasan quince minutos. Media hora. Una hora. Cuando la niña ya lleva allí sentada una hora y cuarto, sin recibir ningún tipo de atención por su madre, otra anciana pica a la cristalera. Una empleada comenta que esa es la abuela paterna de la niña, que sale a saludar a la vieja. Mirada sentenciatoria de la madre, que ni siquiera saluda a la mujer. La niña entra de nuevo a los cinco minutos, frotándose las manos, y le enseña orgullosa -y sonriente, por primera vez- a la madre una gominola que le ha dado la abuela. La madre responde que pues qué bien. Anda y no molestes. Con una mueca de fastidio que anunciaba a gritos silenciosos que por dentro estaba pensando
qué coño tendrá que darle esta vieja chocha a la niña, joder, siempre igual. La niña se come la golosina y vuelta a empezar: escrutina el suelo, el techo. Rebusca en su mochila. Sólo hay libros de la escuela que no tiene muchas ganas de mirar después de una agotadora jornada partida.

Cuando la niña lleva ya unas dos horas allí, la madre decide irse, por fin. A la niña le dice un crudo
hala, vamos; sin embargo, se despide efusivamente de la empleada de la autoescuela. Voy mejorando, creo, ya me veo más preparada. Pues nada, a ver si hay suerte. Si me lo saco a la primera ya verás; se lo voy a pasar por los morros a mi marido, porque ¡yo soy capaz de sacarmelo a la primera! Ya sabes, fía. Se creen que no servimos para nada y no se dan cuenta que podríamos vivir perfectamente sin ellos.

Se van.

La niña mira hacia atrás. Me remonto a los años en los que yo era como ella. Eran otros tiempos y, sin embargo, yo siempre conseguía llevar en la mochila un juguete, un libro, unos cuantos papeles y un lápiz con los que distraerme y, a veces -incluso- conseguía la atención de un adulto. No me aburría. Qué suerte tuve, pienso. Qué suerte de que me inculcaran el que los libros fueran mis amigos, la imaginación mi compañera y los adultos personas con las que interactuar.

Qué suerte, porque, aunque la madre sea tan independiente (eso está muy bien, sí, ¡por supuesto!), la niña no lo es. No es ni dependiente ni independiente.

Simplemente está sola.
Condenadamente sola.

28 octubre, 2008

Yo soy vuestra pesadilla

Yo soy una de esas personas para quienes todo lo relacionado con la muerte y el sufrimiento tiene una atracción dulce y misteriosa, una fuerza terrible que empuja hacia abajo… si lo pudiera describir o expresar, probablemente no habría pecado nunca. Yo hice lo que otros hombres sueñan. Yo soy vuestra pesadilla.

Hay un lugar a la rivera derecha del bello Loira, en Francia, que destila una magia infinitamente triste, porque también hay magias de tristeza y, de hecho, todo el valle del Loira está lleno de ellas: quien lo haya visitado (si el lector no lo ha hecho aún, ¿a qué espera?) sabe que sus castillos, aunque muy hermosos, destilan soledad, nostalgia de los tiempos en los que estuvieron vivos. Pero hay un lugar, como digo, un lugar concreto en el que esa magia triste común en la zona se realza hasta límites insospechados: las ruinas del castillo de Champtocé sur Loire.

Allí, hace 405 años, nació Gilles de Rais, un niño maldito que quiso tenerlo todo y, como es frecuente si se dispone del dinero y el poder suficiente, lo tuvo. Desgraciadamente.

A nada ni nadie se puede culpar directamente de todo lo que ocurrió más que al mismo Gilles. Él había nacido así. Cuentan, claro, porque los seres humanos somos tan tontos que siempre necesitamos tener un por qué para todo -incluso para lo inexplicable- que parte de la culpa la ocasionó Jean de Craon, su abuelo, un noble de carácter dictatorial y cruel que se hizo cargo de él al morir sus padres. Otros dijeron que, de hecho, al pequeño Gilles le había impactado profundamente la sangrienta muerte de su padre, herido por un animal salvaje estando de caza y al que vio agonizar destripado. ¿Quién sabe? Hay pocos datos a los que agarrarse, y las murmuraciones casi nunca son de fiar. Además, discutir sobre qué causó todo sería entrar en esa vieja discusión de si el psicópata nace o se hace. Que discutan los expertos: yo me limitaré sólo a contar lo que sé. Y cada cual que juzgue para sus adentros, porque a Gilles, afortunadamente, ya lo han juzgado, tanto los hombres como la historia.

Al tema. Gilles se aficionó muy pronto, siendo casi un niño, a la vida militar. Puso tanto empeño en convertirse en un gran guerrero que no tardó en conseguirlo. Fue armado caballero con tan sólo catorce años, y luchó en una guerra de verdad (concretamente en los últimos coletazos de la Guerra de Sucesión Bretona, que aunque había acabado medio siglo antes seguía teniendo pequeños focos de insurrección) poco después. No había nada que le apasionara más que la guerra. Pronto, siendo apenas un adolescente, consiguió que su ejército le admirara por el arrojo y la valentía que demostraba en la lucha. Sólo le faltaba una cosa: una mujer que le esperara paciente, un reposo del guerrero, alguien que le diera sucesión.

Para Gilles eso fue tarea más difícil que la de labrarse una carrera militar. Desde que tenía uso de razón se había sentido atraído, si es que había que circunscribir la atracción a las personas y excluir el combate, más por los hombres que por las mujeres. No era nada que no se supiera. Por ello, cuando obligó a su prima Catherine de Thouarscon a casarse con él a la fuerza (él tenía 17 años, ella tan sólo 15), la familia de ella montó en cólera. Gilles no era para nada diplomático: solucionó el asunto recluyendo a su suegra en una prisión, a pan y agua, hasta que ésta diera el visto bueno a la unión de su pequeña con su sádico primo. De tods modos, aquella relación estaba abocada al fracaso. Marie, la pequeña que les nació, no conoció a su padre: separados al cabo de unos pocos años de matrimonio, Catherine y Gilles se habían olvidado mutuamente. Él adquirió poder, tanto poder que no le hacía falta una esposa para preservar su posición social. Ella supo huir a tiempo.

El tiempo más feliz de la vida de Gilles de Rais llegaría sobre 1430, cuando rondaba el cuarto de siglo. Fue entonces cuando conoció a Jeanne d'Arc, la valiente Juana, con la que compartió armas y bando liberando Orlèans de los ingleses. Poco importan los motivos políticos que ya han sido más que explicados: ha quedado claro que para Gilles, al menos, lo que le movía no era un sentimiento ideológico de ningún tipo, sino tan sólo la batalla. Hizo buenas migas con Jeanne, a la que admiraba profundamente. Aquellos años le hicieron triunfar: Orlèans se liberó en una semana, proclamaron a Gilles mariscal (el más joven hasta la fecha) y, al fin, encontró a alguien con quien poder compararse en igualdad en el campo de batalla. Pero todo lo bueno suele ser breve. Esta temporada de su vida también. En 1431, Jeanne fue procesada y condenada a morir en la hoguera; como todos sabemos ya. Esto destrozó a Gilles, especialmente el hecho de no haber podido ayudar a su compañera a huir el día de su ejecución. El Gilles de Rais que había habido hasta la fecha comenzó a convertirse, entonces, en el monstruo que pasó a la historia.

En 1432, Gilles dejó la lucha armada cuando su protector, La Tremoille, cayó en desgracia. Se retiró a vivir en solitario, ya que ese también fue el año en el que su abuelo murió. Todo se desbocó entonces.

Sin nada que hacer, Gilles se dio a los peligrosos placeres de la ostentosidad. Sin haber cumplido siquiera los treinta años, sufrió varias obsesiones. La búsqueda de la piedra filosofal, por la cual despilfarró cantidades ingentes de dinero contratando importantes científicos, alquimistas y charlatanes; los autómatas, de los que llegó a tener legión; la música, una afición tesmesurada que le hacía remover cielo y tierra para llevar a su cama a los más prestigiosos cantantes de la época y llenar su casa de órganos que ordenaba tocar día y noche.

No se equivoque el lector. Para el pueblo y los sirvientes, Gilles no era un mal hombre. Tiránico a veces, sin lugar a dudas, pero dadivoso y benefactor. A sus cenas multitudinarias estaban invitados todos, a sus obras de teatro de dimensiones pantagruélicas, a dormir en sus castillos. No se sabe exactamente el moment en el que Gilles metió por primera vez a un niño en su casa. No se saben nombres. Sólo se sabe que lo hizo. Y que la sangrienta pasión que sentía por la muerte, por la tortura y por las más diversas aberraciones fue, junto al despilfarro demencial de dinero y lujos, la que le hizo caer en desgracia. Puede que todo empezara, como dicen algunos, cuando de Rais se obsesionó por el satanismo y se hubo de buscar víctimas para los sacrificios. En todo caso, la mayoría de asesinatos que Gilles cometió tenían un carácter marcadamente sexual, propios tan sólo de un monstruo sin ningún tipo de moral.


Éste es el Château Tiffauges, en la actualidad. Fue el castillo donde Gilles de Rais, a partir de los últimos años de la década de 1430, cometió la mayoría de sus crímenes. El modus operandi era sencillo, y basado, fundamentalmente, en las ventajas de ser noble: dos sirvientes de gran lealtad a de Rais buscaban chiquillos (nunca pasando de la adolescencia) por las aldeas cercanas, ofreciéndoles a los padres una oferta que no podían rechazar: un trabajo estable como sirvientes para el señor de Rais, educación y manutención totalmente gratuita. Los ahogados padres, que apenas si tendrían para alimentarse a sí mismos y a una cohorte de críos espectacular, siempre aceptaban, sin saber que el momento de ver partir al hijo sobre los hermosos caballos del señor sería la última imagen que tendrían ya de éste.

Sería imposible decir todas las aberraciones que, con el tiempo, Gilles y sus lacayos confesarían haber hecho a todos aquellos niños durante ocho largos años. Muchos niños eran colgados de ganchos sobre la pared, otros tantos degollados, indistintamente antes, durante o después de ser violados por Gilles. Las cabezas solían ser colgadas en filas de picas dispuestas en los grandes salones del castillo, para que el señor se solazara con su visión, especialmente con las de más hermosas facciones.

Cuentan que, tras la euforia del crimen, solía venir el arrepentimiento. Gilles sufría de un marcado trastorno bipolar: a veces era un sádico monstruoso, otras lloraba amargamente sus pecados y prometía reformarse. Nunca lo hizo, de todas maneras. Cuando todo fue demasiado evidente (unos mil niños habían desaparecido en las proximidades durante aquellos ocho años), tampoco lo hizo.

Gilles de Rais fue capturado, con el beneplácito de su hermano René, espantado por las atrocidades que sospechaba estaba cometiendo su hermano, el 15 de septiembre de 1440, ante los desesperados llamamientos a la justicia que el pueblo llevaba haciendo desde hacía unos años. En los primeros juicios no reconoció su culpa, pero cometió el error de que, en uno de sus cambios de humor, sintió la necesidad de confesarlo todo. De confesar sus deseos inhumanos, sus placeres prohibidos, todo. Confesó, en aquel momento, que a veces se bebía la sangre de aquellos pobres inocentes. Que los cadáveres de éstos eran descuartizados, destripados para su propio goce, calcinados y enterrados en los sitios más escondidos de los jardines del castillo.

El 26 de octubre de 1440, cuando la sangre de Gilles de Rais y sus dos fieles sirvientes corrió por los verdes prados de Nantes, decapitados por sus pecados intolerables, Francia aprendió, estupefacta, que nadie está libre de culpa. Ni siquiera los más valerosos y bellos héroes de guerra.

27 octubre, 2008

Adolf, el rey glotón



Adolf Fredrik de Holstein-Gottorp y Baden-Durlach fue hijo, nieto, padre, abuelo de reyes y rey él mismo. Nacido en la Suecia de 1710, su vida como tal no fue demasiado cansada. Adolf Fredrik era de carácter pausado y tranquilo y no le importaba demasiado perder poder si eso representaba trabajar menos. Ante una personalidad tal, su matrimonio con la princesa Lovisa Ulrika de Prusia fue providencial: Lovisa, diez años menor que Adolf, era mandona y dominante. La joven princesa venía de Prusia, donde la monarquía era de tipo absoluto, y se quedó estupefacta ante la relajación de la vida política del rey en Suecia, su nuevo hogar. En el frío país sueco quien mandaba no era él, sino el parlamento, algo que Lovisa no iba a tolerar: llegó a organizar un golpe de estado, finalmente sofocado (el absolutismo no tardaría en llegar, de todos modos, de manos del futuro rey, su hijo), para dar mayor poder a la figura de la monarquía; revitalizó la corte y tomó todas las decisiones que debía haber tomado, como rey, su marido.

Mientras tanto, él sonreía y aceptaba todo lo que su amante esposa hacía y decía, con tal de que le dejasen en paz. Era un rey, como se suele decir hoy en día, campechano y simpaticón, que obtenía placer de las pequeñas cosas… como hacer pequeñas cajitas para el rapé, o simplemente comer. Poco se supondría él, o la misma Lovisa, enfrascada en sus asuntos de estado, que sería precisamente eso lo que le llevaría a la tumba.

Efectivamente, el 12 de febrero de 1771 el rey se metió entre pecho y espalda una comida pantagruélica, más que a las que estaba habituado (que tampoco eran, desde luego, moco de pavo). Entre otros platos, la comida consistió en una deliciosa combinación de:

· Caviar,
· chucrut,
· langosta,
· pescado ahumado (kipper),
· champán,
· pastelitos semla,
· leche caliente

La muerte le sobrevino pocas horas después, en medio de fuertes dolores estomacales. Desde luego, lo de comer hasta reventar, en algunos casos, no es sólo una expresión…

26 octubre, 2008

La dulce Geli



Cuando Geli llegó a la casa de su tío Adolf, con una mano delante y otra detrás, asumió que todo lo que había vivido hasta entonces -tenía diecisiete años- había de desaparecer. Del pasado tan sólo le quedaban su madre, Angela, y su hermana Elfriede. El padre había muerto, sus amigas se habían quedado lejos y el dinero se había esfumado. Las tres mujeres llegaron al apartamento de Adolf, un ambicioso político que poco a poco había logrado hacerse con el control del Partido Nazi, para servirle de criadas. En aquellos años (los últimos de la década de los 20) la casa de Adolf Hitler era un hervidero de gente que entraba y salía, que debatía y pactaba, que conspiraba y aspiraba. Geli aprendió a pasar desapercibida, tan grandota como era ella, tan rubia, tan fuerte, ante las compañías de su tío y jefe. Se hizo transparente. Tan transparente que fue incapaz de ver que, cada vez que servía la cena a su tío y las visitas del día, éste le miraba con ojos de deseo.

Él pasaba de los 40. Ella era una adolescente. Y la presencia continua, en la casa, del joven Emil, de no más de treinta años, un muchacho desgarbado, flaco y con ojos brillantes, hizo que ocurriera lo que tenía que ocurrir. Geli se enamoró perdidamente de aquel muchacho, que servía como chófer y hombre de confianza al tío Alf.

El idilio entre los dos, jovencita y muchacho, pronto fue público. Y eso no le gustó nada a Adolf, a pesar de que su carisma sin precedentes -y el poder que, poco a poco, iba ganando en un país arrasado por los desastres de la guerra, en un país ansioso de creer en quien fuera, de soñar en ser lo que había dejado de ser- le hacía tener a todas las mujeres, jóvenes o maduras, que él deseara. Eva, la favorita, tenía apenas dos años más que Geli y, desde su puesto como secretaria, se arrodillaba a los pies de su jefe siempre que éste lo deseara. Pero Adolf se obsesionó con su bella sobrina, de cara redonda y pizpiretos ojos azules, hasta llegar a la sinrazón. Emil fue despedido de forma fulminante de la casa. Geli se quedó con el corazón destrozado, y Adolf, con el camino libre.

Digamos que Geli se dejó querer porque no tenía más remedio. Adolf lo daba todo por ella, por acariciar sus rizos rubios y oír su risa infantil. Ella no se planteaba mucho más, ahora que Emil se había ido. Así fue como la niña sucumbió ante el líder, y el líder ante la niña. Quizás es una historia que se podía catalogar, incluso, como bella. Pero recuerden : todas las bellas historias, si en ellas es protagonista el amor -o la pasión, al menos-, acaban mal.

Y esta no fue una excepción. El 19 de septiembre de 1931, Geli apareció muerta, tumbada sobre un enorme charco de sangre, en la habitación que Adolf había dispuesto para ella en su casa. Tenía 23 años. Nunca se supo exactamente que pasó, sólo que Adolf, a partir de entonces, se convirtió en otra persona. Una persona aún más fría, aún más ausente, aún más retraída de lo normal en él, que no era poco. Alguien distante. Alguien que, cuentan, nunca fue capaz de volver a amar de la misma manera, ni siquiera a la anegada Eva, que le acabaría por dar todo, incluida su vida.

No hubo nota ni razones. Muchos dijeron que lo de la pequeña sobrina-amante de Hitler no había sido un suicidio, sino algo más. La pistola asesina fue la del mismo Adolf, una Walther 6.35, el tiro mortal, en el pecho. La muerta, la niña; el asesino de masas, el tío. Las dudas, interminables. Ocurrió hace setenta y siete años.

El resto de la historia, la que no es de amor pero sí de muerte, ya la conocen. Por desgracia.

24 octubre, 2008

Dancin' Fool



Que Betty bendiga este nuevo experimento. Alabada sea.