Nada tiene que ver el hecho de que María Luisa Gabriela de Saboya hubiera nacido entre algodones, en aquel Turín de 1688, de la semilla del rey de Sicilia y el vientre de toda una princesa de Orléans, con el que no le robasen la infancia, pues eso, precisamente, fue lo que hicieron. Cómo, si no, explicar de otra forma el hecho de que la casasen con apenas 12 años y medio con un hombre -el nuevo rey de España, Felipe V- al que ni siquiera conocía. María Luisa aún jugaba con muñecas, y seguía jugando con ellas cuando, un año y medio después, le vino la primera menstruación y, con ella, la obligación -ahora sí- de yacer con un marido que ella veía más como un compañero de juegos con el que se divertía correteando por palacio y jugando al escondite y al cucú.
Cuentan que aquella primera noche, ella de catorce añitos, el rey de diecisiete, al averiguar las intenciones del ansioso Felipe, María Luisa rompió en un llanto histérico y comenzó a proferir maldiciones en italiano. El rey interpretó de muy mala educación y de mucha niñería el que la airada princesita le echase de su cuarto en paños menores, sollozando como un bebé y rogándole a sus damas que la llevaran de vuelta a su adorado Turín, que le trajeran sus muñecas y que la dejasen arrebujarse bajo las faldas de su madre, ahora tan lejana. Lo fue, sin duda; así como el hecho de que la princesa se pasase tres días, tres, encerrada en su cuarto, negándose a recibir a nadie... ¿pero qué se puede esperar de una niña, más que niñerías?
La niña, de todos modos, creció. Y creció sexualmente de una manera tal que todo el reino -y todo el extranjero- murmuraba, tan sólo unos meses después de aquel primer incidente, que el cumplimiento de los deberes conyugales de los reyes podría ser hasta excesivo, y que los modales de la muchacha eran, cuanto menos, escandalosos... ya que se negaba a ocultar sus pies con el tontillo, a la moda española, e iba luciéndolos por ahí de forma descarada e insinuante.
Cuando murió, víctima de una pertinaz tuberculosis, con apenas 25 años, María Luisa ya no jugaba con muñecas y había parido cuatro hijos. Poco quedaba de aquella niña rechoncha cuyos ojos se encharcaban de lágrimas al recordar el bello Turín que la vio nacer: a quien le tocaba llorar ahora, desconsolable, era a un rey viudo que ya nunca más jugaría al cucú.
Cuentan que aquella primera noche, ella de catorce añitos, el rey de diecisiete, al averiguar las intenciones del ansioso Felipe, María Luisa rompió en un llanto histérico y comenzó a proferir maldiciones en italiano. El rey interpretó de muy mala educación y de mucha niñería el que la airada princesita le echase de su cuarto en paños menores, sollozando como un bebé y rogándole a sus damas que la llevaran de vuelta a su adorado Turín, que le trajeran sus muñecas y que la dejasen arrebujarse bajo las faldas de su madre, ahora tan lejana. Lo fue, sin duda; así como el hecho de que la princesa se pasase tres días, tres, encerrada en su cuarto, negándose a recibir a nadie... ¿pero qué se puede esperar de una niña, más que niñerías?
La niña, de todos modos, creció. Y creció sexualmente de una manera tal que todo el reino -y todo el extranjero- murmuraba, tan sólo unos meses después de aquel primer incidente, que el cumplimiento de los deberes conyugales de los reyes podría ser hasta excesivo, y que los modales de la muchacha eran, cuanto menos, escandalosos... ya que se negaba a ocultar sus pies con el tontillo, a la moda española, e iba luciéndolos por ahí de forma descarada e insinuante.
Cuando murió, víctima de una pertinaz tuberculosis, con apenas 25 años, María Luisa ya no jugaba con muñecas y había parido cuatro hijos. Poco quedaba de aquella niña rechoncha cuyos ojos se encharcaban de lágrimas al recordar el bello Turín que la vio nacer: a quien le tocaba llorar ahora, desconsolable, era a un rey viudo que ya nunca más jugaría al cucú.
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