
Cuentan que aquella primera noche, ella de catorce añitos, el rey de diecisiete, al averiguar las intenciones del ansioso Felipe, María Luisa rompió en un llanto histérico y comenzó a proferir maldiciones en italiano. El rey interpretó de muy mala educación y de mucha niñería el que la airada princesita le echase de su cuarto en paños menores, sollozando como un bebé y rogándole a sus damas que la llevaran de vuelta a su adorado Turín, que le trajeran sus muñecas y que la dejasen arrebujarse bajo las faldas de su madre, ahora tan lejana. Lo fue, sin duda; así como el hecho de que la princesa se pasase tres días, tres, encerrada en su cuarto, negándose a recibir a nadie... ¿pero qué se puede esperar de una niña, más que niñerías?
La niña, de todos modos, creció. Y creció sexualmente de una manera tal que todo el reino -y todo el extranjero- murmuraba, tan sólo unos meses después de aquel primer incidente, que el cumplimiento de los deberes conyugales de los reyes podría ser hasta excesivo, y que los modales de la muchacha eran, cuanto menos, escandalosos... ya que se negaba a ocultar sus pies con el tontillo, a la moda española, e iba luciéndolos por ahí de forma descarada e insinuante.
Cuando murió, víctima de una pertinaz tuberculosis, con apenas 25 años, María Luisa ya no jugaba con muñecas y había parido cuatro hijos. Poco quedaba de aquella niña rechoncha cuyos ojos se encharcaban de lágrimas al recordar el bello Turín que la vio nacer: a quien le tocaba llorar ahora, desconsolable, era a un rey viudo que ya nunca más jugaría al cucú.
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