
Tal día como hoy, en 1899 (ciento nueve años se dice pronto, ¿verdad?) murió una vieja loca. Encontraron su cadáver pequeño y marchito en el pequeño apartamento donde vivía desde hacía tiempo, en la parisina Place Vêndome, y la enterraron sin pena, ni dolor, ni lamentos, ni gloria. A pesar de la evidente procedencia aristocrática de aquella anciana, pocos querían alternar con ella y, de hecho, ella no quería alternar con nadie. La vieja sólo salía durante la noche, y malvivía en aquel fúnebre apartamento con los cristales de las ventanas ahumados y las paredes pintadas de negro intenso. Ni un solo espejo en su casa. Moría, pues, aquel 28 de noviembre de 1899, la vieja loca de la Place Vêndome, y quizás mientras sacaban su cadáver hacia la carroza mortuoria, algún anciano que pasase por allí recordó súbitamente a quién había albergado, hacía años, aquel cuerpo seco. El ataúd con el que fue enterrada en Père Lachaise contenía, sí, la castigada carcasa de la bella Castiglione.

No tendría ni 20 años cuando conoció a Napoleon III, y no tardaría ni un par de horas en llevárselo a la cama, para disgusto de el conde de ella y la emperatriz de él. La relación, tórrida y sexual, duró apenas un par de escandalosos años. El francés puso fin a la relación con cajas destempladas cuando se enteró que Virginia andaba en negociaciones con el gobierno italiano, y que las charletas políticas que tenía con él en el lecho no eran mero interés, sino espionaje en toda regla. Para aquel entonces ya era llamada la mujer del sexo de oro imperial y por su lecho pasarían hombres de enorme relevancia sociopolítica procedentes de toda Europa.
Hasta que envejeció y encerró sus recuerdos en una caja de latón que escondió entre paredes tan negras como un tizón.

Todos aquellos peligrosos secretos de Estado quedaron encerrados en unos ojos de color verde esmeralda que, tal día como hoy, hace ciento nueve años, se cerraron para siempre.
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