Es la única fotografía que conocemos tuya, Feliciana. Y sabemos poco más. Que cuando te la sacaron, por ejemplo, no eras tan mayor, y que tenías los mismos rasgos bellos que heredaron tus hijas, pero que la vida te había tratado mal (muy mal) y por eso la expresión era amarga, más ajada de lo normal, más triste. Tenías, por ejemplo, esas cejas arqueadísimas que heredaron tus cachorras, esa boca amplia y seria y ese pelo fino y abundante. No tenías los ojos azules, que fue lo que a ellas las remató como mujeres preciosas, pero tampoco te hacían demasiada falta.
Que naciste en Cayarga, una aldea perdida de Parres, y que en tu vida te asentaste de forma definitiva en ningún sitio. Que te casaste allá por 1902 con José, que prometía hacerte feliz y que era tan buen partido: trabajo estable, bien pagado, un buen profesional del ferrocarril. Qué equivocada estabas, qué joven eras. El tema fue que, a partir de entonces, te pasaste 20 años embarazada, soportando palizas, hambre y el olor del vino barato que él solía traer pegado al alma cada vez que venía de no trabajar, sin un duro en los bolsillos, sin comida para vuestros cachorros.
Que fuiste valiente. Que se lo perdonaste todo, claro, porque eran otros tiempos, pero luchaste porque toda tu camada no pasara hambre. Haciendo pequeños negocios a escondidas de él. Tenías mano con los animales, y en tiempos de hambre no eran pocos los que te pagaban por los escasos huevos que ponían tus gallinas, y que así te sacabas unas perras para la leche de los hijos.
Pariste más de una decena. Nadie recuerda a los que murieron antes de tiempo o a los que no llegaron a sobrevivir más de unos pocos meses en este mundo, que seguro que los hubo. De los otros diez, de los que más aguantaron, sí que han trascendido alguna cosa que otra. De Maruja, la mayor, que era alegre y bruta, amable y descarada, que se enamoró de un viudo joven de ojos de cielo y pelo amarillo y le hizo plantarse ante su familia, que, olvidando su propia juventud, se negaba a que el niño de sus ojos se casara con una pobre criadita de puebo. Y lo consiguió, pero la alegría le duró poco, porque él se le fue tan joven... De José, que te lo mataron en la guerra y cuya historia ya es eso: otra historia. De Sagrario y Josefina, que se fueron tan pronto, condenada tisis. De Manuel, que hizo las Américas. De Modesto y Luis, los que se quedaron en el pueblo, de Eloína, que consiguió ser feliz con el mismo cuñado de Maruja, de Moraima, de la que nunca se volvió a saber, y de Rafael Armando, el último que te queda sobre esta tierra, Feliciana, quien lo diría. El niño de tus ojos que nunca se te iría y nunca se te fue, de hecho. Que siempre estuvo ahí.
Estuviste orgullosa de tus cachorros y los defendiste como una leona en celo, aunque ellos no te perdonasen que aguantases los gritos de él, los golpes y las borracheras. Supongo, Feliciana, que era difícil no aguantar por aquel entonces, allá donde estabas. Supongo que moriste feliz de saber que ninguna de tus hijas estaba dispuesta a correr la misma suerte que tú. Cada madre enseña a su manera, y tú las enseñaste a tener arrojo, a no dejarse pisar, de una manera heterodoxa, sí, pero de una manera a fin de cuentas.
Mientras no sepamos cuándo naciste, ni siquiera cuándo moriste, Feliciana, vamos a considerar este día en el que me dio por recordarte, cuatro generaciones después, como el día en el que te recordaremos. Quien quiera recordarte, porque entre tú y yo, tatarabuela Feliciana, sabemos que lo mereces.
Que naciste en Cayarga, una aldea perdida de Parres, y que en tu vida te asentaste de forma definitiva en ningún sitio. Que te casaste allá por 1902 con José, que prometía hacerte feliz y que era tan buen partido: trabajo estable, bien pagado, un buen profesional del ferrocarril. Qué equivocada estabas, qué joven eras. El tema fue que, a partir de entonces, te pasaste 20 años embarazada, soportando palizas, hambre y el olor del vino barato que él solía traer pegado al alma cada vez que venía de no trabajar, sin un duro en los bolsillos, sin comida para vuestros cachorros.
Que fuiste valiente. Que se lo perdonaste todo, claro, porque eran otros tiempos, pero luchaste porque toda tu camada no pasara hambre. Haciendo pequeños negocios a escondidas de él. Tenías mano con los animales, y en tiempos de hambre no eran pocos los que te pagaban por los escasos huevos que ponían tus gallinas, y que así te sacabas unas perras para la leche de los hijos.
Pariste más de una decena. Nadie recuerda a los que murieron antes de tiempo o a los que no llegaron a sobrevivir más de unos pocos meses en este mundo, que seguro que los hubo. De los otros diez, de los que más aguantaron, sí que han trascendido alguna cosa que otra. De Maruja, la mayor, que era alegre y bruta, amable y descarada, que se enamoró de un viudo joven de ojos de cielo y pelo amarillo y le hizo plantarse ante su familia, que, olvidando su propia juventud, se negaba a que el niño de sus ojos se casara con una pobre criadita de puebo. Y lo consiguió, pero la alegría le duró poco, porque él se le fue tan joven... De José, que te lo mataron en la guerra y cuya historia ya es eso: otra historia. De Sagrario y Josefina, que se fueron tan pronto, condenada tisis. De Manuel, que hizo las Américas. De Modesto y Luis, los que se quedaron en el pueblo, de Eloína, que consiguió ser feliz con el mismo cuñado de Maruja, de Moraima, de la que nunca se volvió a saber, y de Rafael Armando, el último que te queda sobre esta tierra, Feliciana, quien lo diría. El niño de tus ojos que nunca se te iría y nunca se te fue, de hecho. Que siempre estuvo ahí.
Estuviste orgullosa de tus cachorros y los defendiste como una leona en celo, aunque ellos no te perdonasen que aguantases los gritos de él, los golpes y las borracheras. Supongo, Feliciana, que era difícil no aguantar por aquel entonces, allá donde estabas. Supongo que moriste feliz de saber que ninguna de tus hijas estaba dispuesta a correr la misma suerte que tú. Cada madre enseña a su manera, y tú las enseñaste a tener arrojo, a no dejarse pisar, de una manera heterodoxa, sí, pero de una manera a fin de cuentas.
Mientras no sepamos cuándo naciste, ni siquiera cuándo moriste, Feliciana, vamos a considerar este día en el que me dio por recordarte, cuatro generaciones después, como el día en el que te recordaremos. Quien quiera recordarte, porque entre tú y yo, tatarabuela Feliciana, sabemos que lo mereces.
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