01 diciembre, 2008

Antonieta y los complejos

¿Complejos? Oh, claro que no. Ni uno sólo. Quizás, más que complejos, sea memoria. Quizás, a la vez, empatía.

Verán. Les voy a explicar por qué con una historia de las mías. Hablaré esta vez de mi tía bisabuela, Antonieta. Murió hace seis años, una fría mañana de febrero, superados los noventa, en un hospital madrileño. Nació hace noventa y siete, en 1911. Fue la primera niña de un porrón de críos, así que la madre de la que heredó el nombre (la madre, Antonie, consintió en españolizarlo a María Antonia) organizó un bautizo para el recuerdo. Pero esa no es la historia.

Antonieta, que así la llamaban todos, creció. Y se convirtió en una mujer de salvajes ojos azules, grande y con cara de mala hostia como la madre que la había parido. Como había visto a la gente trabajar en su casa toda la vida, siendo adolescente, y sin que le hiciera falta para mantenerse, comenzó a servir de ayudante de farmacia. Pasaron los años, y a principios de los 30 había conseguido ascender hasta ser la ayudante principal del otorrinolaringólogo Nicanor Ron Magdalena. Que no era poco, teniendo una educación básica. Y entonces, cuando ganaba un buen sueldo y tenía un trabajo estable, pasó lo que suele pasar: se enamoró.

Perdidamente. Como una loca. De un pintor de poca monta que vino a acondicionar una de las salas de la consulta, un niño mimado llamado Casimiro que se la llevó al huerto pronto y la hizo pasar por el altar en plena revolución de Octubre. Asturias prendía llamas, y Antonieta era feliz como una lombriz porque él la quería. Y él, como buen paisanón de la época, la retiró y la metió en su señora casa, aunque el sueldo de ella era más alto, y le hizo dos críos. Y, en medio de la guerra, años después, van y lo meten en la cárcel. Condena de muerte. Por rojo.

Caos en casa. Antonieta que mueve cielo y tierra. Con los dos críos bajo las faldas, hace llamadas, contacta con embajadores, camela al cuñado, recto falangista de pro, hace papeles, lleva cestas de comida a la cárcel, paraliza el mundo. Al final, por mediación de la amistad personal de la familia con el ex-embajador de Austria-Hungría, y los contactos del cuñado, la pena de muerte le es conmutada a Casimiro y vuelve a casa... o no. Porque resulta que el muy cabrón decide -eso sí, cuando ya ella ya había hecho todo lo inimaginable para salvarle la vida- que no está preparado para una relación seria y se vuelve a casa de mamá, dejando a Antonieta con un chasco de narices, los papeles de conmutación de la pena capital en casa y los críos pidiéndole comida, por favor, mamá, tenemos hambre.

Al tema: Antonieta se pasa una semana, una, llorando como una magdalena. Empieza en lunes y acaba en domingo, porque es entonces cuando decide que se acabó la tontería. Agarra críos, valor, se mete las lágrimas en un rinconcito apartado del corazón y se va, después de la guerra, a pedir trabajo. Sirve como chacha. Coge varios trabajos a la vez. Los deja cuando sale algo mejor. Lucha. Saca a los críos adelante. Pelea. Se agarra a la vida.

Consigue un trabajo en el negocio de un anticuario, como ayudante, y poco a poco va adquiriendo responsabilidades. Antonieta sabe administrar, lee y escribe bien, sabe matemáticas, y eso, en la época, es un plus. No le importa hacer horas extras, ni sudar, ni madrugar para ir al trabajo. Al anticuario le gusta su labor, la hace ama de llaves; cuando se pone enfermo, le confía el cuidado del negocio y de la casa. Antonieta se pasa trabajando décadas para darle a sus hijos una buena formación; ella se mete a monja, y a maestra, él se hace arquitecto.

Está en Barcelona cuando muere su padre. No puede asistir al entierro, le llora en silencio. A su madre llega justo para verla irse, años después, de su vida. Con el dinero que ha ahorrado todos esos años, alquila una casa para que su hermana, con apenas cincuenta años, pueda morir -víctima de un cáncer que le corroe las entrañas- en España, después de décadas de exilio en Francia. Y una vez más vuelve a intervenir en las autoridades para que a ella no le ocurra nada. Y sigue trabajando. Trabaja hasta que su hija no la deja trabajar más, con casi 90 años, porque se está muriendo. Hasta entonces, Antonieta mueve contactos, administra obras de artes, las vende, las compra, las valora con sabiduría, sigue luchando. Muere.

Y, a lo largo del desarrollo de toda esta historia que duró más de medio siglo, la mayoría de la gente sólo sabía decir que el dinero que tenía Antonieta para vivir de forma desahogada, sola y con sus hijos, se lo había ganado, seguro, de puta.

Por eso, queridos, si digo -en pleno 2008- que ya me sabré buscar la vida solita y que no necesito buscar una relación con un hombre que me mantenga, que yo las relaciones las establezco por otras muchas causas (amor, sexo, simpatía, o porque sí), créanme: no son complejos.

Es mantener en pie la dignidad de miles de mujeres como Antonieta. Y la mía propia.

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