13 noviembre, 2008

El buen soldado Jaroslav

Cuando escribió Osudy dobrého vojáka Švejka za světové války, Jaroslav Hašek no se podía imaginar que aquellas líneas, en gran parte autobiográficas, trascenderían a la historia, convirtiéndose en la que, aún hoy, más de ochenta años después, está considerada como obra maestra de la literatura checa.

Jaroslav siempre había sido un tipo peculiar, sin lugar a dudas. Su historia empezó como otras tantas vidas tristes, tan comunes en cualquier lugar y fecha. Nacido en 1883, a la pobreza extrema de la familia Hašek se unía el gran problema de alcoholismo que sufría Josef, el padre, y, por extensión, el resto de los hermanos y la madre, Kateřina. Fue lo que le llevó a la tumba en 1896, cuando Jaroslav era ya un adolescente rebelde e incontrolable que no tardó demasiado en probar toda clase de drogas en el internado donde, desesperada, la madre lo llevó intentando sacar un mínimo de provecho de este su hijo más díscolo y problemático. El caso es que el chico no era estúpido. En 1902 pudo graduarse en algún que otro curso de comercio y comenzar a sacarse las castañas del fuego trabajando como bancario.

Pero una vida tan aburrida no convencía a Jaroslav, que ya llevaba en la cabeza la idea de dedicarse al mundo de las letras. Quería ser bohemio. A pesar de que ganaba un sueldo bastante digno, Jaroslav solía frecuentar -y vivir en- los barrios más marginales de la bella Praga, que lo había visto nacer, las tabernas más insalubres y las compañías menos recomendables. Comentan que, aparte de escribir, su principal afición era beber hasta caer redondo en el suelo, lo cual, a la larga, acabó provocando su despido de cualquier trabajo en el que se embarcase.

En 1906 Jaroslav decidió ser anarquista y vándalo callejero a un tiempo, lo cual provocaba que, cuando no estaba agitando las calles o bebiendo en una taberna de mala muerte con el dinero que ya empezaba a ganar por pequeños textos y la edición de aventuras periodísticas -frecuentemente desastrosas-, lo metiesen en la cárcel día sí y día también. Fue la época en la que cayó rendidamente enamorado de Jarmila Mayerová , otra bohemia como él.

Jarmila y Jaroslav se casaron sin el beneplácito de los padres de ella y la apatía de la madre de él, que ya había dado al retoño por perdido. La venida al mundo de Richard, el hijo de ambos, les metió en apuros. El hambre apretaba y, aunque a Jaroslav le iba mejor como escritor, aún hacía falta más dinero. Fue entonces cuando él se metió al oficio más extraño que pudo haber encontrado en las bulliciosas calles de Praga: traficante de perros. Quién se imaginaría al joven Jaroslav detrás de los perros de señoritingas distraídas, haciendo todo lo posible por zafárselos y llevárselos a su casa, hacerles criar y vender los cachorros a otras señoritingas venidas a menos por un precio de escándalo y un pedigree hábilmente falsificado. La escena, no me lo negarán, es cuanto menos truculenta. Y eso debió pensar Jarmila, que un día recogió los bártulos y se largó con el pequeño Richard a conocer otros mundos, dejando solo a Jaroslav con sus escritos, sus botellas de alcohol y sus perros robados.
Ahora solo, Jaroslav no dudó en alistarse al ejército checo cuando llegó la Primera Guerra Mundial, donde acabó de gestar al patoso y campechano soldado Švejk. Švejk había nacido en 1912, y la llegada de la Guerra fue, para el personaje, providencial. La colaboración con Josef Lada, el dibujante bohemio con el que Jaroslav había trabado amistad antes de la guerra, dio lugar a la novela folletinesca más conocida en el país. Parecía que Jaroslav, con Švejk , expulsaba todo lo malo que le ocurría en la guerra, y todos los recuerdos de su vida pasada, transformándolos en un humor cariñoso, bonachón, surrealista.

A su vuelta a casa después de haber sido prisionero de guerra con los rusos, Jaroslav no vivió demasiado para comprobar como su última obra alcanzaba la mayor expansión por el mundo jamás conocida para las letras checas. El buen soldado Švejk se traduciría a más de sesenta lenguajes antes de que su autor muriera, prematuramente, en 1923. Tenía cuarenta años, una tuberculosis de caballo agrandada por las malas costumbres y, en la cabeza, muchas más historias del soldado Švejk que nadie más que él pudo disfrutar: por un lado, porque él inventaba a Švejk, por otro, porque en el fondo Švejk y él eran la misma persona.

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