
Cuando escribió Osudy dobrého vojáka Švejka za světové války, Jaroslav Hašek no se podía imaginar que aquellas líneas, en gran parte autobiográficas, trascenderían a la historia, convirtiéndose en la que, aún hoy, más de ochenta años después, está considerada como obra maestra de la literatura checa.
Jaroslav siempre había sido un tipo peculiar, sin lugar a dudas. Su historia empezó como otras tantas vidas tristes, tan comunes en cualquier lugar y fecha. Nacido en 1883, a la pobreza extrema de la familia Hašek se unía el gran problema de alcoholismo que sufría Josef, el padre, y, por extensión, el resto de los hermanos y la madre, Kateřina. Fue lo que le llevó a la tumba en 1896, cuando Jaroslav era ya un adolescente rebelde e incontrolable que no tardó demasiado en probar toda clase de drogas en el internado donde, desesperada, la madre lo llevó intentando sacar un mínimo de provecho de este su hijo más díscolo y problemático. El caso es que el chico no era estúpido. En 1902 pudo graduarse en algún que otro curso de comercio y comenzar a sacarse las castañas del fuego trabajando como bancario.
Pero una vida tan aburrida no convencía a Jaroslav, que ya llevaba en la cabeza la idea de dedicarse al mundo de las letras. Quería ser bohemio. A pesar de que ganaba un sueldo bastante digno, Jaroslav solía frecuentar -y vivir en- los barrios más marginales de la bella Praga, que lo había visto nacer, las tabernas más insalubres y las compañías menos recomendables. Comentan que, aparte de escribir, su principal afición era beber hasta caer redondo en el suelo, lo cual, a la larga, acabó provocando su despido de cualquier trabajo en el que se embarcase.

Jarmila y Jaroslav se casaron sin el beneplácito de los padres de ella y la apatía de la madre de él, que ya había dado al retoño por perdido. La venida al mundo de Richard, el hijo de ambos, les metió en apuros. El hambre apretaba y, aunque a Jaroslav le iba mejor como escritor, aún hacía falta más dinero. Fue entonces cuando él se metió al oficio más extraño que pudo haber encontrado en las bulliciosas calles de Praga: traficante de perros. Quién se imaginaría al joven Jaroslav detrás de los perros de señoritingas distraídas, haciendo todo lo posible por zafárselos y llevárselos a su casa, hacerles criar y vender los cachorros a otras señoritingas venidas a menos por un precio de escándalo y un pedigree hábilmente falsificado. La escena, no me lo negarán, es cuanto menos truculenta. Y eso debió pensar Jarmila, que un día recogió los bártulos y se largó con el pequeño Richard a conocer otros mundos, dejando solo a Jaroslav con sus escritos, sus botellas de alcohol y sus perros robados.

A su vuelta a casa después de haber sido prisionero de guerra con los rusos, Jaroslav no vivió demasiado para comprobar como su última obra alcanzaba la mayor expansión por el mundo jamás conocida para las letras checas. El buen soldado Švejk se traduciría a más de sesenta lenguajes antes de que su autor muriera, prematuramente, en 1923. Tenía cuarenta años, una tuberculosis de caballo agrandada por las malas costumbres y, en la cabeza, muchas más historias del soldado Švejk que nadie más que él pudo disfrutar: por un lado, porque él inventaba a Švejk, por otro, porque en el fondo Švejk y él eran la misma persona.
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