26 octubre, 2008

La dulce Geli



Cuando Geli llegó a la casa de su tío Adolf, con una mano delante y otra detrás, asumió que todo lo que había vivido hasta entonces -tenía diecisiete años- había de desaparecer. Del pasado tan sólo le quedaban su madre, Angela, y su hermana Elfriede. El padre había muerto, sus amigas se habían quedado lejos y el dinero se había esfumado. Las tres mujeres llegaron al apartamento de Adolf, un ambicioso político que poco a poco había logrado hacerse con el control del Partido Nazi, para servirle de criadas. En aquellos años (los últimos de la década de los 20) la casa de Adolf Hitler era un hervidero de gente que entraba y salía, que debatía y pactaba, que conspiraba y aspiraba. Geli aprendió a pasar desapercibida, tan grandota como era ella, tan rubia, tan fuerte, ante las compañías de su tío y jefe. Se hizo transparente. Tan transparente que fue incapaz de ver que, cada vez que servía la cena a su tío y las visitas del día, éste le miraba con ojos de deseo.

Él pasaba de los 40. Ella era una adolescente. Y la presencia continua, en la casa, del joven Emil, de no más de treinta años, un muchacho desgarbado, flaco y con ojos brillantes, hizo que ocurriera lo que tenía que ocurrir. Geli se enamoró perdidamente de aquel muchacho, que servía como chófer y hombre de confianza al tío Alf.

El idilio entre los dos, jovencita y muchacho, pronto fue público. Y eso no le gustó nada a Adolf, a pesar de que su carisma sin precedentes -y el poder que, poco a poco, iba ganando en un país arrasado por los desastres de la guerra, en un país ansioso de creer en quien fuera, de soñar en ser lo que había dejado de ser- le hacía tener a todas las mujeres, jóvenes o maduras, que él deseara. Eva, la favorita, tenía apenas dos años más que Geli y, desde su puesto como secretaria, se arrodillaba a los pies de su jefe siempre que éste lo deseara. Pero Adolf se obsesionó con su bella sobrina, de cara redonda y pizpiretos ojos azules, hasta llegar a la sinrazón. Emil fue despedido de forma fulminante de la casa. Geli se quedó con el corazón destrozado, y Adolf, con el camino libre.

Digamos que Geli se dejó querer porque no tenía más remedio. Adolf lo daba todo por ella, por acariciar sus rizos rubios y oír su risa infantil. Ella no se planteaba mucho más, ahora que Emil se había ido. Así fue como la niña sucumbió ante el líder, y el líder ante la niña. Quizás es una historia que se podía catalogar, incluso, como bella. Pero recuerden : todas las bellas historias, si en ellas es protagonista el amor -o la pasión, al menos-, acaban mal.

Y esta no fue una excepción. El 19 de septiembre de 1931, Geli apareció muerta, tumbada sobre un enorme charco de sangre, en la habitación que Adolf había dispuesto para ella en su casa. Tenía 23 años. Nunca se supo exactamente que pasó, sólo que Adolf, a partir de entonces, se convirtió en otra persona. Una persona aún más fría, aún más ausente, aún más retraída de lo normal en él, que no era poco. Alguien distante. Alguien que, cuentan, nunca fue capaz de volver a amar de la misma manera, ni siquiera a la anegada Eva, que le acabaría por dar todo, incluida su vida.

No hubo nota ni razones. Muchos dijeron que lo de la pequeña sobrina-amante de Hitler no había sido un suicidio, sino algo más. La pistola asesina fue la del mismo Adolf, una Walther 6.35, el tiro mortal, en el pecho. La muerta, la niña; el asesino de masas, el tío. Las dudas, interminables. Ocurrió hace setenta y siete años.

El resto de la historia, la que no es de amor pero sí de muerte, ya la conocen. Por desgracia.

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