28 octubre, 2008

Yo soy vuestra pesadilla

Yo soy una de esas personas para quienes todo lo relacionado con la muerte y el sufrimiento tiene una atracción dulce y misteriosa, una fuerza terrible que empuja hacia abajo… si lo pudiera describir o expresar, probablemente no habría pecado nunca. Yo hice lo que otros hombres sueñan. Yo soy vuestra pesadilla.

Hay un lugar a la rivera derecha del bello Loira, en Francia, que destila una magia infinitamente triste, porque también hay magias de tristeza y, de hecho, todo el valle del Loira está lleno de ellas: quien lo haya visitado (si el lector no lo ha hecho aún, ¿a qué espera?) sabe que sus castillos, aunque muy hermosos, destilan soledad, nostalgia de los tiempos en los que estuvieron vivos. Pero hay un lugar, como digo, un lugar concreto en el que esa magia triste común en la zona se realza hasta límites insospechados: las ruinas del castillo de Champtocé sur Loire.

Allí, hace 405 años, nació Gilles de Rais, un niño maldito que quiso tenerlo todo y, como es frecuente si se dispone del dinero y el poder suficiente, lo tuvo. Desgraciadamente.

A nada ni nadie se puede culpar directamente de todo lo que ocurrió más que al mismo Gilles. Él había nacido así. Cuentan, claro, porque los seres humanos somos tan tontos que siempre necesitamos tener un por qué para todo -incluso para lo inexplicable- que parte de la culpa la ocasionó Jean de Craon, su abuelo, un noble de carácter dictatorial y cruel que se hizo cargo de él al morir sus padres. Otros dijeron que, de hecho, al pequeño Gilles le había impactado profundamente la sangrienta muerte de su padre, herido por un animal salvaje estando de caza y al que vio agonizar destripado. ¿Quién sabe? Hay pocos datos a los que agarrarse, y las murmuraciones casi nunca son de fiar. Además, discutir sobre qué causó todo sería entrar en esa vieja discusión de si el psicópata nace o se hace. Que discutan los expertos: yo me limitaré sólo a contar lo que sé. Y cada cual que juzgue para sus adentros, porque a Gilles, afortunadamente, ya lo han juzgado, tanto los hombres como la historia.

Al tema. Gilles se aficionó muy pronto, siendo casi un niño, a la vida militar. Puso tanto empeño en convertirse en un gran guerrero que no tardó en conseguirlo. Fue armado caballero con tan sólo catorce años, y luchó en una guerra de verdad (concretamente en los últimos coletazos de la Guerra de Sucesión Bretona, que aunque había acabado medio siglo antes seguía teniendo pequeños focos de insurrección) poco después. No había nada que le apasionara más que la guerra. Pronto, siendo apenas un adolescente, consiguió que su ejército le admirara por el arrojo y la valentía que demostraba en la lucha. Sólo le faltaba una cosa: una mujer que le esperara paciente, un reposo del guerrero, alguien que le diera sucesión.

Para Gilles eso fue tarea más difícil que la de labrarse una carrera militar. Desde que tenía uso de razón se había sentido atraído, si es que había que circunscribir la atracción a las personas y excluir el combate, más por los hombres que por las mujeres. No era nada que no se supiera. Por ello, cuando obligó a su prima Catherine de Thouarscon a casarse con él a la fuerza (él tenía 17 años, ella tan sólo 15), la familia de ella montó en cólera. Gilles no era para nada diplomático: solucionó el asunto recluyendo a su suegra en una prisión, a pan y agua, hasta que ésta diera el visto bueno a la unión de su pequeña con su sádico primo. De tods modos, aquella relación estaba abocada al fracaso. Marie, la pequeña que les nació, no conoció a su padre: separados al cabo de unos pocos años de matrimonio, Catherine y Gilles se habían olvidado mutuamente. Él adquirió poder, tanto poder que no le hacía falta una esposa para preservar su posición social. Ella supo huir a tiempo.

El tiempo más feliz de la vida de Gilles de Rais llegaría sobre 1430, cuando rondaba el cuarto de siglo. Fue entonces cuando conoció a Jeanne d'Arc, la valiente Juana, con la que compartió armas y bando liberando Orlèans de los ingleses. Poco importan los motivos políticos que ya han sido más que explicados: ha quedado claro que para Gilles, al menos, lo que le movía no era un sentimiento ideológico de ningún tipo, sino tan sólo la batalla. Hizo buenas migas con Jeanne, a la que admiraba profundamente. Aquellos años le hicieron triunfar: Orlèans se liberó en una semana, proclamaron a Gilles mariscal (el más joven hasta la fecha) y, al fin, encontró a alguien con quien poder compararse en igualdad en el campo de batalla. Pero todo lo bueno suele ser breve. Esta temporada de su vida también. En 1431, Jeanne fue procesada y condenada a morir en la hoguera; como todos sabemos ya. Esto destrozó a Gilles, especialmente el hecho de no haber podido ayudar a su compañera a huir el día de su ejecución. El Gilles de Rais que había habido hasta la fecha comenzó a convertirse, entonces, en el monstruo que pasó a la historia.

En 1432, Gilles dejó la lucha armada cuando su protector, La Tremoille, cayó en desgracia. Se retiró a vivir en solitario, ya que ese también fue el año en el que su abuelo murió. Todo se desbocó entonces.

Sin nada que hacer, Gilles se dio a los peligrosos placeres de la ostentosidad. Sin haber cumplido siquiera los treinta años, sufrió varias obsesiones. La búsqueda de la piedra filosofal, por la cual despilfarró cantidades ingentes de dinero contratando importantes científicos, alquimistas y charlatanes; los autómatas, de los que llegó a tener legión; la música, una afición tesmesurada que le hacía remover cielo y tierra para llevar a su cama a los más prestigiosos cantantes de la época y llenar su casa de órganos que ordenaba tocar día y noche.

No se equivoque el lector. Para el pueblo y los sirvientes, Gilles no era un mal hombre. Tiránico a veces, sin lugar a dudas, pero dadivoso y benefactor. A sus cenas multitudinarias estaban invitados todos, a sus obras de teatro de dimensiones pantagruélicas, a dormir en sus castillos. No se sabe exactamente el moment en el que Gilles metió por primera vez a un niño en su casa. No se saben nombres. Sólo se sabe que lo hizo. Y que la sangrienta pasión que sentía por la muerte, por la tortura y por las más diversas aberraciones fue, junto al despilfarro demencial de dinero y lujos, la que le hizo caer en desgracia. Puede que todo empezara, como dicen algunos, cuando de Rais se obsesionó por el satanismo y se hubo de buscar víctimas para los sacrificios. En todo caso, la mayoría de asesinatos que Gilles cometió tenían un carácter marcadamente sexual, propios tan sólo de un monstruo sin ningún tipo de moral.


Éste es el Château Tiffauges, en la actualidad. Fue el castillo donde Gilles de Rais, a partir de los últimos años de la década de 1430, cometió la mayoría de sus crímenes. El modus operandi era sencillo, y basado, fundamentalmente, en las ventajas de ser noble: dos sirvientes de gran lealtad a de Rais buscaban chiquillos (nunca pasando de la adolescencia) por las aldeas cercanas, ofreciéndoles a los padres una oferta que no podían rechazar: un trabajo estable como sirvientes para el señor de Rais, educación y manutención totalmente gratuita. Los ahogados padres, que apenas si tendrían para alimentarse a sí mismos y a una cohorte de críos espectacular, siempre aceptaban, sin saber que el momento de ver partir al hijo sobre los hermosos caballos del señor sería la última imagen que tendrían ya de éste.

Sería imposible decir todas las aberraciones que, con el tiempo, Gilles y sus lacayos confesarían haber hecho a todos aquellos niños durante ocho largos años. Muchos niños eran colgados de ganchos sobre la pared, otros tantos degollados, indistintamente antes, durante o después de ser violados por Gilles. Las cabezas solían ser colgadas en filas de picas dispuestas en los grandes salones del castillo, para que el señor se solazara con su visión, especialmente con las de más hermosas facciones.

Cuentan que, tras la euforia del crimen, solía venir el arrepentimiento. Gilles sufría de un marcado trastorno bipolar: a veces era un sádico monstruoso, otras lloraba amargamente sus pecados y prometía reformarse. Nunca lo hizo, de todas maneras. Cuando todo fue demasiado evidente (unos mil niños habían desaparecido en las proximidades durante aquellos ocho años), tampoco lo hizo.

Gilles de Rais fue capturado, con el beneplácito de su hermano René, espantado por las atrocidades que sospechaba estaba cometiendo su hermano, el 15 de septiembre de 1440, ante los desesperados llamamientos a la justicia que el pueblo llevaba haciendo desde hacía unos años. En los primeros juicios no reconoció su culpa, pero cometió el error de que, en uno de sus cambios de humor, sintió la necesidad de confesarlo todo. De confesar sus deseos inhumanos, sus placeres prohibidos, todo. Confesó, en aquel momento, que a veces se bebía la sangre de aquellos pobres inocentes. Que los cadáveres de éstos eran descuartizados, destripados para su propio goce, calcinados y enterrados en los sitios más escondidos de los jardines del castillo.

El 26 de octubre de 1440, cuando la sangre de Gilles de Rais y sus dos fieles sirvientes corrió por los verdes prados de Nantes, decapitados por sus pecados intolerables, Francia aprendió, estupefacta, que nadie está libre de culpa. Ni siquiera los más valerosos y bellos héroes de guerra.

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