29 octubre, 2008

Otoño.

Llueve en la calle y el frío corta las gargantas. Definitivamente, a pesar de lo que nos creíamos por culpa de lo loca que anda la climatología últimamente, ya no estamos en verano. Hace frío incluso aquí dentro, en la autoescuela. Una mujer haciendo tests como una loca. Se presenta, como yo, este viernes. Es de mediana edad y, cuando tiene la oportunidad de hablar, suele sacar siempre a relucir lo muy independiente que es como mujer. Por eso, dice, se saca el carnet de conducir: porque ella no necesita a nadie, ni maridos ni taxistas, que la lleven de un lado a otro.

Al otro lado de la cristalera una mujer mayor, con cara de frío, da unos golpes breves. Lleva de la mano a una niña con uniforme escolar de aplicado colegio de monjitas, que no pasará de los siete años. La mujer aparta la vista del test y resopla con fastidio antes de salir, coger a la niña con desgana y meterla dentro de la autoescuela, tras despedirse de la anciana.

La nena no dice ni mú.
Está adiestrada. Se sienta en el sofá de cuero y mira al vacío mientras su madre sigue enfrascada en los tests. La cosa se alarga, y a pesar de los esfuerzos de las empleadas de la autoescuela por hacerla sonreir cuando tienen tiempo, la niña mastica un caramelo con aburrimiento. Mira al techo, mira a la pared, mira al suelo. La madre ni se da cuenta. En un momento determinado, la niña se acerca al test y le susurra a la madre : creo que la respuesta es la C. Recibe, claro, un bufido por parte de la señora, y vuelve a su asiento. Curiosamente, la señora marca la opción B, y el programa le informa, cumplidor, que la respuesta correcta es, precisamente, la C. Pero ella no dice nada.

Pasan quince minutos. Media hora. Una hora. Cuando la niña ya lleva allí sentada una hora y cuarto, sin recibir ningún tipo de atención por su madre, otra anciana pica a la cristalera. Una empleada comenta que esa es la abuela paterna de la niña, que sale a saludar a la vieja. Mirada sentenciatoria de la madre, que ni siquiera saluda a la mujer. La niña entra de nuevo a los cinco minutos, frotándose las manos, y le enseña orgullosa -y sonriente, por primera vez- a la madre una gominola que le ha dado la abuela. La madre responde que pues qué bien. Anda y no molestes. Con una mueca de fastidio que anunciaba a gritos silenciosos que por dentro estaba pensando
qué coño tendrá que darle esta vieja chocha a la niña, joder, siempre igual. La niña se come la golosina y vuelta a empezar: escrutina el suelo, el techo. Rebusca en su mochila. Sólo hay libros de la escuela que no tiene muchas ganas de mirar después de una agotadora jornada partida.

Cuando la niña lleva ya unas dos horas allí, la madre decide irse, por fin. A la niña le dice un crudo
hala, vamos; sin embargo, se despide efusivamente de la empleada de la autoescuela. Voy mejorando, creo, ya me veo más preparada. Pues nada, a ver si hay suerte. Si me lo saco a la primera ya verás; se lo voy a pasar por los morros a mi marido, porque ¡yo soy capaz de sacarmelo a la primera! Ya sabes, fía. Se creen que no servimos para nada y no se dan cuenta que podríamos vivir perfectamente sin ellos.

Se van.

La niña mira hacia atrás. Me remonto a los años en los que yo era como ella. Eran otros tiempos y, sin embargo, yo siempre conseguía llevar en la mochila un juguete, un libro, unos cuantos papeles y un lápiz con los que distraerme y, a veces -incluso- conseguía la atención de un adulto. No me aburría. Qué suerte tuve, pienso. Qué suerte de que me inculcaran el que los libros fueran mis amigos, la imaginación mi compañera y los adultos personas con las que interactuar.

Qué suerte, porque, aunque la madre sea tan independiente (eso está muy bien, sí, ¡por supuesto!), la niña no lo es. No es ni dependiente ni independiente.

Simplemente está sola.
Condenadamente sola.

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