Pero había nacido con mala estrella, sí. En especial para con las mujeres, con las que siempre tuvo una relación extraña. Ellas lo reverenciaban y lo asqueaban a un tiempo, él las adoraba y respetaba... pero siempre con resultados estrafalarios. La primera, sin duda, fue Elvirita, su esposa ante Dios. Cuentan que Millán-Astray, en la noche del 2 de marzo de 1906, su noche de bodas, después de haberla esperado meses, se lanzó a Elvira -casta dama de la alta sociedad castrense- con el pasional deseo sexual que sólo puede tener un muchacho de 26 años. Ella le detuvo en seco.
- Para, José. Quiero ser decente.
- Y lo eres, estamos casados ante Dios.
- No lo entiendes. Yo... he jurado ser siempre casta.
Lo había jurado, sí. Y lo mantendría, aún a pesar de haberlo mantenido en secreto incluso cuando José la había pedido en matrimonio. Las crónicas no recogen, claro, como se tomó en un primer momento el despechado novio la negativa de su (nunca mejor dicho) blanca y radiante compañera de lecho, pero el caso es que siguieron casados. Elvira a sus cosas, a sus rezos y obligaciones maritales (todas menos una), y Millán a su oficio de militar y a sus mujeres. Elvira lo sabía y lo entendía, resignada. Quizás a ella le hubiera gustado que su marido fuera, como ella, puro hasta el sepulcro, pero él jamás podría serlo. En su innata fanfarronería, Millán-Astray se las daba de Don Juan, y, sobre todo cuando adquirió cierto poder, lo fue.
Ocurrió, claro, después de la Guerra Civil. Millán-Astray había fundado, años atrás, la Legión Española, a cuyos soldados supo convertir en perfectos calcos suyos. José Millán-Astray era primario y práctico. A Unamuno, aquel 12 de octubre de 1936, le gritó que muriera la inteligencia. Se lo puso en bandeja : la elocuencia del intelectual superó su soflama con creces. Venceréis, -replicó- porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no convenceréis. Para convencer hay que persuadir, y para persuadir necesitaréis algo que os falta: razón y derecho en la lucha. Me parece inútil el pediros que penséis en España. El viejo Unamuno tenía razón. Vencieron. Y también venció Millán, que heredó de la guerra un jugoso ministerio en el nuevo régimen impuesto en el país.
Millán-Astray, ya se ha dicho, no era lo que se dice un dechado de virtudes. Y menos en el físico. Como Unamuno le recordó aquel día, Millán era un mutilado de guerra que llevaba en su cuerpo las marcas más desagradables de su oficio. De un fusil que disparó contra su mejilla conservó el recuerdo en la mandíbula, deformada para siempre, y en el ojo derecho, que le desapareció. De un tiro en el codo izquierdo perdió el brazo correspondiente. Sobrevivió, incluso, aunque con cicatrices, a un tiro al corazón. Aún así, el éxito con las mujeres, en especial a partir de la victoria de los suyos en la Guerra Civil, fue arrollador. A Millán-Astray, que sentía una obsesión realmente extraordinaria con el género femenino, se le daba bien. Excesivamente bien como para la casta moral que se imponía, por parte precisamente de los suyos, en la época. Cuentan que, en las reuniones sociales, el legionario conminaba a todas las parejas (heterosexuales, ¡por supuesto!) a besarse en público ante él, mientras que, en el resto de España, un simple beso entre un par de adolescentes podía llevarles a una noche de calabozo y bofetón del policía de turno.
El romance más sonado de Millán-Astray fue, sin lugar a dudas, una muy casquivana Celia Gámez (en la foto), picante musa del franquismo que conservó siempre amistad con el militar, llegando a invitarle como padrino a su boda. Allí, y no en otro sitio, fue donde Millán, siempre locuaz, acuñó la expresión ¡A mí la legión!, que profirió cuando unos muchachos tiraron, al paso de los novios, un par de cuernos. Hacían referencia, los diablillos, al muy afamado libertinaje sexual de la Gámez, que aún sabiendo que lo suyo habia sido vox populi se casaba de blanco inmaculado. Siempre caballeroso, Millán llamó entonces a sus legionarios, que acudieron raudos y veloces a defender el honor de la cupletista. Franco, claro, y la iglesia se echaban las manos a la cabeza. Y Millán respondía que él era así, sencillamente. Porque él era así.
El canto del cisne vino, para alivio (relativo) del dictador y los curas, con la última de las correrías de Millán-Astray en España. Ocurrió en 1942, cuando el legionario ya pasaba de los 60 años y se enamoró perdidamente de una muchacha de 35, que podía haber sido, por tanto, perfectamente la hija de aquel matrimonio que jamás se llegó a consumar y que, aún a pesar de ello y de la apabullante vida sexual extracasera de Millán, se mantenía. La joven era Rita Gasset, y Millán, que ya era viejo, se enchochó hasta el punto de que le pidió a Franco que le diera permiso para anular el matrimonio con Elvirita. El dictador puso los ojos en blanco. No me vayas a dar ese disgusto, hombre... no, hombre, por favor... Millán-Astray tuvo que irse, el rabo entre las piernas y su gachí bajo el brazo, exiliado a Francia. Allí nació su única hija, Peregrina, y allí moriría años después. Elvirita, desde su piso en Madrid, escribía mensualmente a la pequeña Peregrina, de la que la buena mujer aseguraba, ante las burlas de toda España, ser su tía.
Nadie lo puede negar : si algo tuvo Millán-Astray es que siempre fue un personaje...
- Y lo eres, estamos casados ante Dios.
- No lo entiendes. Yo... he jurado ser siempre casta.
Lo había jurado, sí. Y lo mantendría, aún a pesar de haberlo mantenido en secreto incluso cuando José la había pedido en matrimonio. Las crónicas no recogen, claro, como se tomó en un primer momento el despechado novio la negativa de su (nunca mejor dicho) blanca y radiante compañera de lecho, pero el caso es que siguieron casados. Elvira a sus cosas, a sus rezos y obligaciones maritales (todas menos una), y Millán a su oficio de militar y a sus mujeres. Elvira lo sabía y lo entendía, resignada. Quizás a ella le hubiera gustado que su marido fuera, como ella, puro hasta el sepulcro, pero él jamás podría serlo. En su innata fanfarronería, Millán-Astray se las daba de Don Juan, y, sobre todo cuando adquirió cierto poder, lo fue.
Ocurrió, claro, después de la Guerra Civil. Millán-Astray había fundado, años atrás, la Legión Española, a cuyos soldados supo convertir en perfectos calcos suyos. José Millán-Astray era primario y práctico. A Unamuno, aquel 12 de octubre de 1936, le gritó que muriera la inteligencia. Se lo puso en bandeja : la elocuencia del intelectual superó su soflama con creces. Venceréis, -replicó- porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no convenceréis. Para convencer hay que persuadir, y para persuadir necesitaréis algo que os falta: razón y derecho en la lucha. Me parece inútil el pediros que penséis en España. El viejo Unamuno tenía razón. Vencieron. Y también venció Millán, que heredó de la guerra un jugoso ministerio en el nuevo régimen impuesto en el país.
Millán-Astray, ya se ha dicho, no era lo que se dice un dechado de virtudes. Y menos en el físico. Como Unamuno le recordó aquel día, Millán era un mutilado de guerra que llevaba en su cuerpo las marcas más desagradables de su oficio. De un fusil que disparó contra su mejilla conservó el recuerdo en la mandíbula, deformada para siempre, y en el ojo derecho, que le desapareció. De un tiro en el codo izquierdo perdió el brazo correspondiente. Sobrevivió, incluso, aunque con cicatrices, a un tiro al corazón. Aún así, el éxito con las mujeres, en especial a partir de la victoria de los suyos en la Guerra Civil, fue arrollador. A Millán-Astray, que sentía una obsesión realmente extraordinaria con el género femenino, se le daba bien. Excesivamente bien como para la casta moral que se imponía, por parte precisamente de los suyos, en la época. Cuentan que, en las reuniones sociales, el legionario conminaba a todas las parejas (heterosexuales, ¡por supuesto!) a besarse en público ante él, mientras que, en el resto de España, un simple beso entre un par de adolescentes podía llevarles a una noche de calabozo y bofetón del policía de turno.
El romance más sonado de Millán-Astray fue, sin lugar a dudas, una muy casquivana Celia Gámez (en la foto), picante musa del franquismo que conservó siempre amistad con el militar, llegando a invitarle como padrino a su boda. Allí, y no en otro sitio, fue donde Millán, siempre locuaz, acuñó la expresión ¡A mí la legión!, que profirió cuando unos muchachos tiraron, al paso de los novios, un par de cuernos. Hacían referencia, los diablillos, al muy afamado libertinaje sexual de la Gámez, que aún sabiendo que lo suyo habia sido vox populi se casaba de blanco inmaculado. Siempre caballeroso, Millán llamó entonces a sus legionarios, que acudieron raudos y veloces a defender el honor de la cupletista. Franco, claro, y la iglesia se echaban las manos a la cabeza. Y Millán respondía que él era así, sencillamente. Porque él era así.
El canto del cisne vino, para alivio (relativo) del dictador y los curas, con la última de las correrías de Millán-Astray en España. Ocurrió en 1942, cuando el legionario ya pasaba de los 60 años y se enamoró perdidamente de una muchacha de 35, que podía haber sido, por tanto, perfectamente la hija de aquel matrimonio que jamás se llegó a consumar y que, aún a pesar de ello y de la apabullante vida sexual extracasera de Millán, se mantenía. La joven era Rita Gasset, y Millán, que ya era viejo, se enchochó hasta el punto de que le pidió a Franco que le diera permiso para anular el matrimonio con Elvirita. El dictador puso los ojos en blanco. No me vayas a dar ese disgusto, hombre... no, hombre, por favor... Millán-Astray tuvo que irse, el rabo entre las piernas y su gachí bajo el brazo, exiliado a Francia. Allí nació su única hija, Peregrina, y allí moriría años después. Elvirita, desde su piso en Madrid, escribía mensualmente a la pequeña Peregrina, de la que la buena mujer aseguraba, ante las burlas de toda España, ser su tía.
Nadie lo puede negar : si algo tuvo Millán-Astray es que siempre fue un personaje...