11 abril, 2009

Elizabeth Prettejohn, la última de Hallsands


La de Hallsands, en Devon (Inglaterra), no fue una aldea que se muriera lentamente, como casi todas, tristemente, lo hacen. No. Hallsands tuvo un antes y un después. Enfermó mortalmente y se convirtió en una población fantasma en menos de medio siglo. Quizás fue, en parte, por esta razón por la que Elizabeth Ann Prettejohn, la última de sus habitantes, prefirió vivir en soledad antes de marcharse de un lugar que aún no le había dado tiempo a asumir que estaba muerto.


Tiempos felices para Hallsands: la playa de la aldea a finales del siglo XIX

Cuando Elizabeth nació, en 1884, hija de un ama de casa, Jessie Rebecca Prettejohn (de soltera Long) y un pescador, Phillip Prettejohn, Hallsands era una villa marinera próspera, en la que vivían unas 160 personas. Las operaciones de drenaje en la costa, que comenzaron en 1897, iban a cambiar totalmente esta situación. El terreno de las playas de Hallsands se hizo inestable, lo que hizo que tanto el viento como las mareas tuvieran un impacto cada vez mayor en las viviendas de la aldea. La naturaleza quería recuperar lo que era suyo.

La noche del 26 de enero de 1917 se produjo la tragedia. La tormenta azotó Hallsands, inundando las casas y haciendo que los habitantes tuvieran que refugiarse en lo alto de la colina. Al día siguiente, al remitir la tempestad, la población de Hallsands bajó al pueblo para descubrir que sus casas habían sido destrozadas, que el mar se había tragado todos sus objetos personales y, en definitiva, que la naturaleza les había echado de su lugar natal. Es el fin de nuestro pueblo, dijo un viejo pescador a un periodista local, ahora debemos de irnos...

Ruinas de Hallsands tras la tormenta, en 1917

Sólo los Prettejohn continuaron viviendo en la aldea. Su casa, cercana a la colina, fue la única que se salvó. Poco a poco, como siempre ocurre en todas las familias, sus componentes fueron muriendo. En 1954, cuando falleció el penúltimo de los cinco hermanos, Elizabeth Ann se quedó sola frente al mar que un día se había comido la vida de su aldea. Soltera, sin hijos y sin familiares cercanos, Elizabeth decidió morir en la aldea. Que el resto de su vida la pasaría entre los restos derruidos de las casas de quienes habían sido sus vecinos, sus abuelos, sus amigas, sus novios de juventud, y mirando orgullosa al mar.

Elizabeth Prettejohn frente a su casa en Hallsands, a finales de los años 50

Sólo unos cuantos visitantes al año, seducidos por el romanticismo de la dramática historia de Hallsands, se acercaban a visitarla. Elizabeth los recibía a todos, siempre dispuesta a guiarles por el pueblo y darles una taza de té caliente. Y luego, cuando los visitantes se marchaban, Elizabeth se quedaba mirando al mar, ahora tan apacible, con todos sus recuerdos agolpándose en su mente.

Sólo falló a sus turistas en 1964. En diciembre de aquel año, el grupo de curiosos que se acercó a Hallsands no encontró a Elizabeth, como siempre, sonriente por las desiertas calles de la aldea fantasma, ni sintió el olor del té recién hecho por su ventana. La última superviviente de la aldea yacía muerta en su cama. Con ella también se evaporaba el alma de Hallsands, y sus recuerdos, su pasado, sus ruidos en la calle, su vida...


Restos de la iglesia de Hallsands, en la actualidad

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