Acababa de empezar el siglo XX, y la vida en el pueblo de Baños de Montemayor era como la de todos los pueblos. Bajo el sol, en la aridez del Cáceres más rural, el trabajo diario, la rudeza, el ver irse los días. Feliciana Robles, la mujer de la fotografía, era una de las vecinas del pueblo. Malencarada y descarada, había tenido una hija sin padre años atrás. La jovencita, llamada Jenara, coqueteaba desde hacía tiempo con su vecino, el muchacho de la foto, Leandro Iglesias.
La cosa se complica si decimos que Leandro era hijo de Matías Santiago y María Simón. Él, un delincuente de poca monta de la zona, mantenía una relación extramatrimonial con Feliciana desde mucho tiempo atrás, y las malas lenguas del pueblo murmuraban que Jenara no era sino hija de su sangre. Por eso, cuando María Simón se enteró de los propósitos de su hijo de casarse con la hija de la Feliciana, se echó las manos a la cabeza. No sólo era la humillación de que el hijo que ella había parido se fuera con la sangre de quien le quitaba el marido una noche tras otra, sino que incluso ella creía a los rumores. Jenara era, posiblemente, medio hermana de Leandro. Y por eso no se podrían casar.
Pero tanto Leandro, enamorado y encaprichado de Jenara, como Feliciana, que ansiaba mejorar su posición social -y los Iglesias tenían más dinero que ella, por lo que una unión de familias le sería muy provechosa- no estaban dispuestos a dar marcha atrás. Feliciana mataría, así, dos pájaros de un tiro, al enviudar su amante. La decisión estaba tomada. La vieja llamó al inocente Leandro en una de las ocasiones en que éste había ido a cortejar a su novia e, invitándole a pasar a la pequeña cocina de la casa, le explicó el plan. Sería tan fácil como echar los polvos que Feliciana le daba en un saquito a las patatas cocidas de la comida.
Era el 11 de noviembre de 1901 cuando María Simón comenzó a sentir cólicos repentinos sin aparente explicación. Agonizaba la mujer y Feliciana se frotaba las manos cuando, inesperadamente, Matías también comenzó a sentir los estertores de la muerte. A la madrugada, los dos estaban ya muertos, envenenados por el veneno de la cicuta: la gula de Matías había hecho que éste también probara el guiso, contra todo pronóstico, y que lo que pudo pasar por muerte natural de su mujer comenzara a ser investigado.
Leandro fue detenido de inmediato, al encontrarse los restos de su plato arrojados en el patio de la casa familiar. Pocos días después, mientras se encontraba a la espera de juicio, recibió un paquete de comida enviado por la propia Feliciana que, horas después de su consumo, le produjo unos horribles dolores de estómago. Él también había sido envenenado por la vieja que, temerosa de que hablase demasiado, había decidido mandarlo también a la tumba.
A pesar de todo, el Tribunal popular decidió absolver a la vieja Feliciana, condenando a pena de muerte a Leandro. En la espera, cuentan que el joven enloqueció. En 1909, cuando ya llevaba ocho años de orfandad, la pena se le conmutó por cadena perpetua y ya no se supo más. Leandro y Feliciana se evaporaron de la Historia tan sigilosamente como habían entrado...
La cosa se complica si decimos que Leandro era hijo de Matías Santiago y María Simón. Él, un delincuente de poca monta de la zona, mantenía una relación extramatrimonial con Feliciana desde mucho tiempo atrás, y las malas lenguas del pueblo murmuraban que Jenara no era sino hija de su sangre. Por eso, cuando María Simón se enteró de los propósitos de su hijo de casarse con la hija de la Feliciana, se echó las manos a la cabeza. No sólo era la humillación de que el hijo que ella había parido se fuera con la sangre de quien le quitaba el marido una noche tras otra, sino que incluso ella creía a los rumores. Jenara era, posiblemente, medio hermana de Leandro. Y por eso no se podrían casar.
Pero tanto Leandro, enamorado y encaprichado de Jenara, como Feliciana, que ansiaba mejorar su posición social -y los Iglesias tenían más dinero que ella, por lo que una unión de familias le sería muy provechosa- no estaban dispuestos a dar marcha atrás. Feliciana mataría, así, dos pájaros de un tiro, al enviudar su amante. La decisión estaba tomada. La vieja llamó al inocente Leandro en una de las ocasiones en que éste había ido a cortejar a su novia e, invitándole a pasar a la pequeña cocina de la casa, le explicó el plan. Sería tan fácil como echar los polvos que Feliciana le daba en un saquito a las patatas cocidas de la comida.
Era el 11 de noviembre de 1901 cuando María Simón comenzó a sentir cólicos repentinos sin aparente explicación. Agonizaba la mujer y Feliciana se frotaba las manos cuando, inesperadamente, Matías también comenzó a sentir los estertores de la muerte. A la madrugada, los dos estaban ya muertos, envenenados por el veneno de la cicuta: la gula de Matías había hecho que éste también probara el guiso, contra todo pronóstico, y que lo que pudo pasar por muerte natural de su mujer comenzara a ser investigado.
Leandro fue detenido de inmediato, al encontrarse los restos de su plato arrojados en el patio de la casa familiar. Pocos días después, mientras se encontraba a la espera de juicio, recibió un paquete de comida enviado por la propia Feliciana que, horas después de su consumo, le produjo unos horribles dolores de estómago. Él también había sido envenenado por la vieja que, temerosa de que hablase demasiado, había decidido mandarlo también a la tumba.
A pesar de todo, el Tribunal popular decidió absolver a la vieja Feliciana, condenando a pena de muerte a Leandro. En la espera, cuentan que el joven enloqueció. En 1909, cuando ya llevaba ocho años de orfandad, la pena se le conmutó por cadena perpetua y ya no se supo más. Leandro y Feliciana se evaporaron de la Historia tan sigilosamente como habían entrado...
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