Los oigo. Ahí fuera. Si arrimo el oído a las rejas de la ventana de mi celda, oigo sus macabros maullidos. Los gatos, esas malditas bestias salvajes que aguardan la más mínima oportunidad para devorar esta ya vieja carne que cubre mis huesos, porque son insaciables, porque son adictos a mi sangre desde que se alimentaron sin miramientos de la de mi padre, el traidor, de la de mi madre, de la de mi hermana, de la de mi pequeña... sí, los oigo, los oigo en las noches de luna llena que, como esta, vienen a llenarme el corazón de recuerdos.
Recuerdos de cuando aún era hermosa y fui con él hacia su última morada, sólo guiados por el brillo de alguna estrella y adormecidos por el arrullo de esa luna llena que, como esta noche, reposa, blanca y redonda, en el cielo negro. Nadie entendió que él quería que sólo yo le acompañase en el último viaje. Que, después de tanto que habíamos pasado, aceptó que yo le perdonase y se rindió a mis peticiones de siempre: que seas mío, le rogué todos aquellos años, sólo mío, que nadie más que yo yazca contigo en el cálido lecho. Como nadie lo entendió, me encerraron aquí. Decían que estaba loca, pero sólo nosotros dos sabíamos que no era locura, sino soledad. Profunda soledad al encontrarme sin el calor de su cuerpo, ese cuerpo que, siendo apens una niña, me enseñó a conocer todos los secretos de la pasión humana, que inundó todos los rincones posibles del mío, diminuto, inculto, ansioso de ser enseñado.
Él sigue conmigo aquí, aunque nadie lo vea. Mientras otros gobiernan en nuestro nombre. No necesitamos tronos, no los necesitamos, ¿verdad, amado Felipe? Sólo nos necesitamos a nosotros. Únicamente a nosotros. Yo me entrego y él es mío. Únicamente mío. Que nadie sepa que él está aquí, que nadie lo sepa, porque entonces esos malditos gatos querrán asesinar también a su recuerdo. Y el día que eso ocurra... el día que eso ocurra yo moriré...